Presentación
Cuento de Stanislaw Lem
publicado dentro de la colección Ciberiada.
Este relato humorístico cuestiona la esencia del militarismo y las pretensiones
de gobernar bajo tales sombras. Los protagonistas son un par de robots que son
los protagonistas continuos de la colección Ciberiada,
llamados Trurl y Clapaucio, ambos talentosos inventores y constructores, que
vagan por las galaxias buscando retos, contratos por sus servicios y aventuras
interesantes. En este caso descubrieron dos países enemistados y con afanes
belicosos, antes los cuales aplicaron una “trampa” infalible.
Expedición primera, o la trampa de Garganciano
Cuando el Cosmos no estaba
tan desajustado como hoy día y todas las estrellas guardaban un buen orden, de
modo que era fácil contarlas de izquierda a derecha o de arriba abajo, reunidas
además en un grupo aparte las de mayor tamaño y más azules, y las pequeñas y
amarillentas, como cuerpos de segunda categoría, metidas por los rincones;
cuando en el espacio no se vislumbraba ni rastro de polvo, suciedad y basura de
las nebulosas, en aquellos viejos tiempos, tan buenos, existía la costumbre de
que los constructores con Diploma de Omnipotencia Perpetua con nota
sobresaliente fueran de vez en cuando de viaje para llevar a pueblos remotos
ayuda y buenos consejos. Ocurrió, pues, que de acuerdo con esa tradición se
pusieron en camino Trurl y Clapaucio, a quienes crear y apagar las estrellas no
les costaba más que a ti cascar las nueces. Cuando la inmensidad del abismo
recorrido hubo borrado en ellos el último recuerdo del cielo patrio, vieron
ante sí un planeta, ni demasiado pequeño ni demasiado grande, de tamaño muy
apropiado, con un solo continente. Exactamente por el medio corría una línea
roja y todo lo que había a un lado era dorado, y todo lo del otro rosado. Los constructores
comprendieron en seguida que se trataba en este caso de dos estados vecinos, y
decidieron celebrar un consejo antes de aterrizar.
—Puesto que aquí hay dos
estados —dijo Trurl—, es de justicia que tú te dirijas a uno y yo al otro. Así
nadie saldrá perjudicado.
—Me parece bien —contestó
Clapaucio—, pero ¿qué hacemos si nos piden material de guerra? Puede ocurrir.
—Es cierto, pueden exigirnos
armamentos, incluso milagrosos —convino Trurl—. Decidamos que se los negaremos
en redondo.
—¿Y si insisten con
violencia? —objetó Clapaucio—. No sería nada nuevo.
—Vamos a verlo en seguida
—dijo Trurl, y conectó la radio, de la cual salió, atronadora, una entusiasta
marcha militar.
—Tengo una idea —dilo
Clapaucio, apagando la radio—. Podemos aplicar la receta de Garganciano. ¿Qué
te parece?
—¡Ah...! ¡La receta de
Garganciano! —exclamó Trurl—. No he oído nunca que nadie la usara. Pero podemos
ser nosotros los primeros en hacerlo. ¿Por qué no?
—Tú y yo estaremos
dispuestos a aplicarla, pero es imprescindible que lo hagamos los dos, si no,
todo puede terminar bastante mal.
—¡Oh! Es muy fácil —dijo
Trurl. Sacó del bolsillo una cajita de oro y la abrió. Dentro había, sobre un
forro de terciopelo, dos bolitas blancas—. Toma una, yo guardaré la otra. Mira
bien la tuya cada noche; si se pone rosada, significará que apliqué la receta. Entonces
tú haces lo mismo.
—De acuerdo. Decidido —dijo
Clapaucio, y guardó la bolita, después de lo cual aterrizaron, se abrazaron y
se pusieron en marcha en direcciones opuestas.
El estado que tocó en suerte
a Trurl era gobernado por el rey Monstrogrito, militarista convencido como
todos sus antepasados, y, además, su tacañería tenía una dimensión verdaderamente
cósmica. Para aliviar el presupuesto nacional derogó todas las penas a excepción
de la capital. Su pasatiempo favorito era la liquidación de funcionarios superfluos,
pero desde que había suprimido el cargo de verdugo todos los sentenciados tenían
que decapitarse solos o, en el caso de favor real excepcional, con la ayuda de
los familiares más allegados. Entre las artes fomentaba sólo las que no exigían
mayores gastos, tales como la recitación a coro, juego de ajedrez y gimnasia
militar. En general, apreciaba enormemente todo arte guerrero, ya que las
contiendas victoriosas suelen traer notables ganancias; por otra parte, sólo se
puede preparar bien una guerra en tiempos de paz, razón por la cual el rey la
toleraba, aunque no excesivamente. La reforma más grande de Monstrogrito fue la
nacionalización de la alta traición. Como el país vecino le enviaba espías, el
monarca creó la función de Vendedor alias Vendido de la Corona, quien
transmitía a un precio elevado secretos estatales a los agentes del enemigo;
los que mejor se vendían eran los anticuados, porque costaban menos. A los
agentes les convenía gastar poco, ya que tenían que pasar cuentas con la
tesorería de su país.
Los súbditos de Monstrogrito
se levantaban temprano, vestían modestamente y se acostaban tarde, porque
trabajaban mucho. Preparaban sacos de tierra y harinas para las fortificaciones,
fabricaban armas y denuncias. Para que el estado no se viniese abajo por exceso
de estas últimas (una crisis de esta clase se produjo durante el reinado de Bartolino
el de Cien Ojos, cientos de años atrás), la persona que hacía demasiadas denuncias
tenía que pagar un impuesto especial de lujo. Así pues, el asunto se mantenía a
un nivel razonable. Al llegar a la corte de Monstrogrito, Trurl le ofreció sus
servicios. Como era de suponer, el rey ordenó que le construyera unas potentes
armas de guerra. Trurl pidió un plazo de tres días para reflexionar y, cuando
estuvo solo en el modesto aposento que le fue asignado, miró la bolita en la
cajita de oro. Era blanca, pero, mientras la observaba, empezó a ponerse rosa
lentamente.
«¡Ajá! —pensó—. ¡Echemos
mano de Garganciano!», y se puso a leer las instrucciones secretas.
Mientras tanto, Clapaucio se
encontraba en el otro estado, donde gobernaba el poderoso rey Monstropito. Allí
todo era muy diferente a lo de Monstrogrito. Este monarca adoraba también las
marchas guerreras y las batallas, destinaba también mucho dinero para los
armamentos, pero lo hacía de manera ilustrada porque era un rey de gran sensibilidad
y amante de las artes como nadie. Rendía culto a los uniformes, los cordones dorados,
los galones y las borlas, fajines, ujieres con campanitas, acorazados y charreteras.
Era muy sensible: cada vez que botaba un nuevo acorazado temblaba de pies a
cabeza. No escatimaba medios a los pintores de batallas, pagándoles, por
razones patrióticas, según la cantidad de enemigos caídos, así que en los
cuadros que abundaban en el reino se amontonaban hasta el cielo montañas de
cadáveres del enemigo. Su estilo de gobernar era el absolutismo ilustrado y la
severidad matizada de magnanimidad. Cada año, el día del aniversario de su
advenimiento al trono, introducía una reforma nueva. Una vez decretó que se
adornaran con flores todas las guillotinas, otra, mandó engrasarlas para que no
chirriaran, otra, dorar las hachas de los verdugos, exigiendo, por motivos humanitarios,
que se las afilase bien. Tenía un alma generosa, pero no aprobaba el despilfarro,
por cuya razón promulgó un decreto especial que normalizaba todas las ruedas,
palos, tornillos y cadenas. Las decapitaciones de los desviacionistas, por otra
parte poco frecuentes, se celebraban a bombo y platillo, con lujo, orden y disciplina,
con consuelo espiritual, extremaunción, entre cuadriláteros de tropa formada
con uniformes rebosantes de galones y borlas. El sabio monarca profesaba una
teoría que llevaba a la práctica: la de la felicidad universal. Es bien sabido
que el hombre no ríe porque está alegre, sino que está alegre porque ríe.
Cuando todos dicen que las cosas van perfectamente bien, el ambiente mejora en
seguida. Los súbditos de Monstropito tenían, pues, la obligación de repetir en
voz alta, por su propio bien naturalmente, que todo les iba a pedir de boca; el
rey cambió la antigua fórmula de saludo, poco explícita, «Buenos días», por una
más ventajosa «Qué bien.» Los niños hasta la edad de catorce años tenían permiso
para decir «¡Olé!», y los ancianos «¡Enhorabuena!».
Monstropito se alegraba
mucho, viendo cómo se fortalecía el espíritu del pueblo, cuando, al pasar por
las calles en una carroza cuyas formas recordaban las de un acorazado, miraba
las muchedumbres vitoreantes y oía sus «¡Olés!», «¡Qué bienes!» y «¡Enhorabuenas!»,
a las que se dignaba contestar con un gesto de su mano real. Demócrata en el
alma, le gustaba mucho entablar cortas charlas con los viejos soldados, veteranos
de innúmeras batallas, y no se cansaba nunca de oír relatos guerreros que se contaban
en torno a los fuegos de campamento. A veces, al recibir a un dignatario extranjero,
se golpeaba de pronto la rodilla con el cetro, exclamando: «¡A ellos!», o «¡Quitadme
de aquí este acorazado, muchachos!», o «¡Que me ahorquen!», ya que por encima
de todo amaba y admiraba el vigor y el coraje de sus fieles huestes, pies de
cerdo guisados con alcohol puro, pan seco, cañones y balas. Por eso, si se
sentía triste, hacía desfilar ante sí regimientos que cantaban: “Tropa
fileteada, Vidas de marra, todos chatarra, El tornillo suena, yo no tengo pena”,
o bien la antigua marcha real: “Del enemigo la coraza es más blanda que melaza.”
El rey ordenó que, cuando muriera, la vieja guardia cantara junto a su tumba su
canción preferida: “El robot viejo ha de herrumbrarse”.
Clapaucio no consiguió
llegar directamente a la corte del monarca. En el primer pueblo que encontró
llamó a varias casas, pero nadie le abrió la puerta. En las calles no había un alma.
De pronto vio a un niño pequeño que se le acercaba.
—¿Compra usted? —preguntó la
vocecita infantil—. Vendo barato.
—Tal vez compre, pero ¿qué?
—preguntó Clapaucio, sorprendido.
—Un secretito de estado
—contestó el niño, enseñándole por el escote de la camiseta el borde de un
pleno de movilización.
Clapaucio se sorprendió
todavía más y dijo:
—No, pequeño, no me hace
falta. ¿Sabes dónde vive el alcalde?
—¿Para qué necesita al
alcalde? —preguntó el niño, que seseaba.
—Para hablar de una cosa.
—¿A solas?
—Puede ser a solas.
—¿Entonces busca un agente?
Mi papá le iría bien. Es de fiar y no cobra mucho. —Enséñame, pues, a ese papá
tuyo —dijo Clapaucio, viendo que no había otro modo de terminar con aquella
conversación. El pequeñín lo condujo a una de las casas; dentro, en torno a una
lámpara encendida, aunque era de día, estaba reunida toda la familia: el anciano
abuelo sentado en una mecedora, la abuela haciendo media y toda su progenie, madura
y fuerte, ocupada en lo suyo, como suele pasar en las casas. Al ver a
Clapaucio, se levantaron y se abalanzaron sobre él; resultó que las agujas de
hacer media eran esposas, la lámpara un micrófono, y la abuela, el jefe de
policía local.
«Debe de ser un
malentendido», pensó Clapaucio cuando, después de darle una paliza, le echaron
al calabozo. Esperó con paciencia toda la noche, ya que de todos modos no podía
hacer otra cosa. Vino el alba, cubriendo de plata las telarañas de las paredes
de piedra y los restos herrumbrosos de antiguos prisioneros; al cabo de un rato
se lo llevaron para que prestara declaración. Se descubrió entonces que tanto
el pueblo como las casas y el niño estaban puestos allí adrede para engañar a
los viles espías del enemigo. Clapaucio no corría el riesgo de ser juzgado, ya
que el procedimiento era corto. Por el intento de entrar en contacto con el
papá-vendedor de secretos le tocaba la guillotinación de tercera clase, puesto
que la administración local ya había gastado los fondos destinados en el
presupuesto de aquel año a sobornar a los espías de fuera, y además Clapaucio,
por su parte, a pesar de todas las insistencias, no quería comprar ningún
secreto de estado. El hecho de no llevar encima una suma importante de dinero constituía
un cargo supletorio contra él. Clapaucio decía y volvía a decir siempre lo
mismo en su defensa, pero el oficial que le tomaba la declaración no creía sus
palabras y, además, aunque hubiera querido liberarlo, no era de su incumbencia
hacerlo. No obstante, el asunto fue transmitido a una instancia superior,
sometiéndose mientras tanto a Clapaucio a tortura, más bien por el sentido del
deber que por necesidad. Una semana después la situación tomó un cariz
favorable: el reo, arreglado y limpio, fue enviado a la capital, donde,
habiendo aprendido las normas de la etiqueta cortesana, obtuvo el honor de ser
recibido en audiencia privada por el rey. Le dieron incluso una trompeta, ya
que en lugares oficiales cada ciudadano anunciaba su llegada y su marcha con un
trompeteo; la disciplina era tan rígida que en todo el estado la salida del sol
no valía sin un toque de corneta.
Monstropito pidió,
naturalmente, armas nuevas; Clapaucio prometió cumplir el deseo del monarca,
asegurándole que su invento iba a revolucionar las mismas bases de la acción
bélica. «¿Qué ejército es invencible?», preguntó, dando en seguida la
respuesta:
—El que tiene mejores jefes
y soldados más disciplinados. El jefe da órdenes y el soldado obedece; el
primero tiene que ser, pues, inteligente y el segundo, disciplinado. Sin
embargo, la sabiduría de un intelecto, incluso militar, está sujeta a unos
límites naturales. Por otra parte, un jefe genial puede topar con otro
igualmente dotado. Puede caer también en el campo de honor dejando huérfana a
su tropa, o bien hacer otra cosa mucho peor todavía, si, acostumbrado
profesionalmente a pensar, acaricia el sueño de hacerse con el poder. ¿No es
acaso peligrosa una banda de oficiales superiores cubiertos de orín en los
campos de batalla a quienes el esfuerzo mental bélico reblandeció tanto las meninges
que empiezan a soñar con el trono? ¿No fue acaso este el fin de numerosos reinados?
De esto se deduce claramente que los jefes son solamente un mal necesario; se
trata, por tanto, de liquidar esa necesidad. La disciplina de un ejército consiste
en hacer cumplir al pie de la letra las órdenes recibidas. El ideal
reglamentario sería una tropa que convirtiera miles de pechos y pensamientos en
un solo pecho, un solo pensamiento, una sola voluntad. A este fin sirve todo el
reglamento, la instrucción militar, las maniobras y el entrenamiento. Pero la
perfección inalcanzable hasta ahora se lograría ideando un ejército que actuara
literalmente como un solo hombre, siendo él mismo el autor y el realizador de
sus propios planos estratégicos. ¿Quién representa la personificación de este
ideal? Únicamente el individuo, ya que a nadie escuchamos con tanto placer como
a nosotros mismos, y nunca se cumplen las órdenes con tanto entusiasmo como
cuando uno se las da a sí mismo. Además, el individuo no puede ser dispersado
por el enemigo, negarse a obedecer sus propias disposiciones, ni conspirar contra
sí mismo. Lo esencial es, pues, convertir el afán de obediencia, el amor propio
que posee todo el mundo en la propiedad de miles de soldados. ¿Cómo hacerlo?
Aquí Clapaucio pasó a
explicar al rey, todo oídos, las ideas del maestro Garganciano, sencillas como
todo lo genial.
—A cada soldado —aclaró— se
le atornilla una clavija delante y un enchufe detrás. A la orden: «¡Unirse!»,
las clavijas saltan en los enchufes, y allí donde un momento antes se encontraba
una banda de civiles, aparece una formación de tropa perfecta. Cuando todas las
mentes por separado, ocupadas hasta entonces en las tonterías de la vida fuera
del cuartel, se confunden en la uniformidad literal del espíritu militar,
aparece automáticamente no sólo la disciplina, fácil de constatar, puesto que
toda la tropa hace lo mismo siendo un solo espíritu en millones de cuerpos,
sino también la sabiduría, en directa proporción al número de soldados. Un pelotón
posee la psiquis de suboficial; una compañía es tan inteligente como un capitán
de estado mayor; un batallón, como un coronel diplomado, y la división, aun de
reserva, vale tanto como todos los estrategas juntos. Así se pueden conseguir
formaciones de una genialidad estremecedora. No hay que temer una falta de
disciplina, no puede haberla, ya que ¿quién no se obedece a sí mismo? Este
procedimiento termina con los antojos y caprichos individuales, con la eventual
incapacidad de los jefes, con sus mutuas envidias, emulaciones y conflictos;
una vez unidas las formaciones, no deben volver a separarse, ya que en caso
contrario sólo provocaríamos un caos. ¡Ejército sin jefes, jefe de sí mismo, he
aquí mi idea!
Con estas palabras terminó
Clapaucio su discurso, que dejó una profunda impresión en el rey.
—Váyase a su acantonamiento
—dijo finalmente el monarca— y yo deliberaré con mi estado mayor...
—¡Oh, no lo haga, Majestad!
—exclamó astutamente Clapaucio, fingiendo una gran turbación—. El emperador
Turbuleón obró así y su estado mayor, defendiendo sus propios empleos, saboteó
el proyecto. Poco tiempo después, el vecino de Turbuleón, el rey Esmalteo,
atacó con su ejército reformado el estado del emperador y lo devastó a pesar de
que el número de sus soldados era ocho veces menor.
Después de decir esto,
Clapaucio se marchó al apartamento que le fue asignado y miró la bolita; viendo
que se había puesto de color de remolacha, comprendió que Trurl había hecho el
mismo trabajo que él en el estado del rey Monstrogrito. Pronto el rey en
persona le encargó la transformación de un pelotón de infantería: la pequeña
formación, unida espiritualmente en un solo ser, gritó: «¡Muerte! ¡Muerte!» y,
rodando colina abajo sobre tres escuadrones de coraceros reales, armados hasta
los dientes y acaudillados por seis profesores de la Academia del Estado Mayor,
los convirtió en papilla. Se apenaron mucho todos los mariscales de campo y
capitanes generales, almirantes y contraalmirantes, jubilados inmediatamente
por el rey, quien, convencido totalmente de las ventajas del sagaz invento, dio
a Clapaucio la orden de transformar toda su tropa.
En seguida las fábricas de
armamento y piezas eléctricas empezaron a producir día y noche vagones de
clavijas que se atornillaban, en sitios previstos, en todos los cuarteles. Clapaucio
iba inspeccionando guarnición tras guarnición, con el pecho cubierto de condecoraciones
concedidas por el rey. Trurl se afanaba de idéntica manera en el país de Monstrogrito,
pero tuvo que contentarse, a causa de la notoria afición de aquel monarca al ahorro,
con el título vitalicio de Gran Vendedor de la Patria. Así pues, ambos estados
se preparaban a la acción bélica. En la fiebre de la movilización se aprestaban
tanto las armas convencionales como nucleares, restregando desde el alba hasta
la noche cerrada cañones y átomos, para que brillaran conforme al reglamento.
Los constructores que ya no tenían nada que hacer allí, recogían
disimuladamente sus cosas, para reunirse en el momento oportuno en el lugar
previsto, junto a la nave escondida en el bosque.
Mientras tanto, cosas muy
extrañas ocurrían en los cuarteles, sobre todo en los de infantería. Las
compañías ya no necesitaban aprender la instrucción militar ni hacer el recuento
para conocer el número de los soldados, del mismo modo que nadie confunde su
pierna izquierda con la derecha, ni calcular para saber si tiene dos. Daba
gusto ver cómo las formaciones reorganizadas desfilaban, cómo obedecían a «¡Vuelta
a la izquierda!» y «¡Firmes!» Después de la instrucción, en cambio, unas
compañías charlaban animadamente con otras, gritando por las ventanas abiertas
de los acantonamientos frases sobre el concepto de la verdad coherente, juicios
analíticos y sintéticos a priori y razonamientos sobre la existencia in se;
éste era ya el nivel alcanzado por la inteligencia colectiva, cuyo trabajo
mental condujo a elaborar leyes de filosofía, hasta que un batallón llegó a un
solipsismo total, proclamando que fuera de él no existía concretamente nada.
Puesto que de ello se deducía que no había ni monarca ni enemigo, hubo que
volver a separar en secreto a sus soldados, e incorporarlos en las unidades adscritas
al realismo epistemológico. Según parece, y simultáneamente, en el estado de Monstrogrito
la sexta división de comandos se pasó de los ejercicios de cargar el arma a los
ejercicios místicos y, sumida en la contemplación, por poco se sume en un
torrente. No se conocen bien los pormenores del acontecimiento; lo cierto es
que justo entonces fue declarada la guerra y los batallones, en medio de un
gran estruendo de hierros, empezaron a avanzar lentamente por ambos lados hacia
la frontera.
La ley del maestro Garganciano
funcionaba con una perfección implacable. Cuando unas formaciones se unían con
otras, aumentaba proporcionalmente su sensibilidad artística, que llegaba al
máximo al nivel de la división reforzada. Por esta razón, las filas que las
constituían se despistaban fácilmente corriendo tras cualquier mariposilla;
cuando la columna motorizada que llevaba el glorioso nombre de Bardolimo llegó
al pie de la fortaleza enemiga que debía conquistar, el plan de ataque,
elaborado aquella misma noche, resultó ser un magnífico retrato de las
susodichas fortificaciones, pintado, por añadidura, conforme a los cánones de
la escuela abstraccionista, opuesta totalmente a las tradiciones militares. Al
nivel de cuerpos de artillería se manifestaba principalmente la más profunda
problemática filosófica; al mismo tiempo esas grandes unidades, por distracción
característica de los seres geniales, dejaban abandonados en cualquier sitio las
armas y el equipo pesado, o bien olvidaban del todo que había guerra. En cuanto
a ejércitos enteros, sus almas se debatían en los múltiples complejos que
suelen agobiar las individualidades muy matizadas, por lo que fue preciso poner
al servicio de ambos unas brigadas psicoanalíticas motorizadas que les
prodigaban durante las marchas los cuidados oportunos.
Mientras tanto, los dos
ejércitos, acompañados por el incesante estruendo de tambores y trompetas, se
colocaban lentamente en las posiciones iniciales previstas. Seis batallones de
asalto de infantería, unidos con una brigada de morteros y un batallón de reserva,
compusieron, cuando les enchufaron un pelotón de ejecución, un «Soneto sobre el
Misterio de la Existencia» haciéndolo, por más señas, durante una marcha
nocturna hacia su punto de destino. En ambos bandos empezaba a reinar un cierto
desorden: el cuerpo “marlabardo n° ochenta” exclamaba que era imprescindible
dar una mayor precisión al concepto «enemigo», que le parecía lastrado, hasta
entonces, de contradicciones lógicas e, incluso, carente de sentido.
Las unidades de paracaidistas
intentaban algoritmizar las aldeas vecinas; las filas entrechocaban, así que
ambos reyes empezaron a enviar a los ayudantes de campo y enlaces
extraordinarios para que impusieran el orden en sus tropas. Sin embargo, todos,
apenas frenado el galope del caballo junto al batallón indicado, apenas
pronunciada una pregunta por el origen de aquel caos, entregaban inmediatamente
su espíritu al espíritu del ejército. Los reyes se quedaron, pues, sin
ayudantes. Se demostraba que la conciencia era una trampa terrible en la cual
se entraba fácilmente, pero que no dejaba salir a nadie. Ante la vista de]
mismo rey Monstrogrito, su primo, el Gran Duque Derbulión, galopó hacia las
líneas deseando dar ánimos a la tropa, pero en el instante de conectarse se
fundió, se confundió y dejó de existir como tal.
Viendo que las cosas iban
mal, aun sin saber por qué, hizo Monstropito una señal a los doce trompetas de
su séquito. La hizo también Monstrogrito a los suyos, desde la colina donde se
había instalado el alto mando. Los trompetas, se metieron las boquillas en los labios,
sonaron fanfarrias de ambos lados de la frontera, dando por empezada la batalla.
A aquella señal prolongada, los dos ejércitos se ensamblaron definitivamente en
su totalidad. El viento llevó hacia el futuro campo de batalla el formidable
estruendo emitido por los contactos al cerrarse y, en el lugar de millares de
granaderos y cañoneros, apuntadores y cargadores, guardias reales y artilleros,
zapadores, gendarmes y comandos, nacieron dos espíritus gigantescos que se
miraron con miles de ojos a través de la gran llanura, bajo unas nubes blancas.
Hubo un momento de profundo silencio: ambos bandos alcanzaron la famosa
culminación de la conciencia, prevista por el gran Garganciano con una
precisión matemática. Lo que ocurre es que, superado un cierto límite, el
militarismo, fenómeno puramente local, se convierte en civilismo, por la
sencilla razón de que el Cosmos en su esencia es absolutamente civil. Y,
precisamente, ¡el espíritu de ambos ejércitos había alcanzado ya las
dimensiones cósmicas! Aunque por fuera brillara el acero, corazas, obuses y
mortíferas lanzas, por dentro se levantaron olas de un doble océano de
serenidad tolerante, amistad universal e inteligencia perfecta. Formadas en las
faldas de las colinas, relucientes bajo los rayos del sol, las dos tropas se sonrieron
mutuamente con cariño. Trurl y Clapaucio estaban subiendo a bordo de su nave cuando
ocurrió lo que pretendían: ante la vista de los dos reyes, ennegrecidos de vergüenza
y rabia, los ejércitos enemigos carraspearon, se tomaron del brazo y juntos dieron
un paseo cogiendo flores silvestres bajo el cielo azul, en el campo de una
batalla que no llegó a librarse.