Presentación
Este cuento del narrador español, Leopoldo Alas, alias Clarín, recrea los momentos posteriores a la muerte de Sócrates, el afamado fundador de la filosofía griega. Las palabras finales atribuidas al filósofo han provocado perplejidad, pues no corresponden a su línea de pensamiento. El protagonista del relato, el joven Critón, fue un discípulo que aparece en varios de los Diálogos socráticos. El cuento ofrece una fábula para el regocijo y la reflexión.
El gallo de Sócrates
Critón, después de
cerrar la boca y los ojos al maestro, dejó a los demás discípulos en torno del
cadáver, y salió de la cárcel, dispuesto a cumplir lo más pronto posible el
último encargo que Sócrates le había hecho, tal vez burla burlando, pero que él
tomaba al pie de la letra en la duda de si era serio o no era serio. Sócrates,
al espirar, descubriéndose, pues ya estaba cubierto para esconder a sus
discípulos, el espectáculo vulgar y triste de la agonía, había dicho, y fueron
sus últimas palabras: -Critón,
debemos un gallo a Esculapio, no te olvides de pagar esta deuda. -Y no habló
más.
Para Critón aquella recomendación era sagrada: no quería analizar, no quería examinar si era más verosímil que
Sócrates sólo hubiera querido decir un chiste, algo irónico tal vez, o si se
trataba de la última voluntad del maestro, de su último deseo. ¿No había sido
siempre Sócrates, pese a la calumnia de Anito y Melito, respetuoso para con el
culto popular, la religión oficial? Cierto que les daba a los mitos (que Critón
no llamaba así, por supuesto) un carácter simbólico, filosófico muy sublime o
ideal; pero entre poéticas y trascendentales paráfrasis, ello era que respetaba
la fe de los griegos, la religión positiva, el culto del Estado. Bien lo
demostraba un hermoso episodio de su último discurso, (pues Critón notaba que
Sócrates a veces, a pesar de su sistema de preguntas y respuestas se olvidaba
de los interlocutores, y hablaba largo y tendido y muy por lo florido).
Había pintado las
maravillas del otro mundo con pormenores topográficos que más tenían de
tradicional imaginación que de rigurosa dialéctica y austera filosofía.
Y Sócrates no había
dicho que él no creyese en todo aquello, aunque tampoco afirmaba la realidad de
lo descrito con la obstinada seguridad de un fanático; pero esto no era de
extrañar en quien, aun respecto de las propias ideas, como las que había
expuesto para defender la inmortalidad del alma, admitía con abnegación de las
ilusiones y del orgullo, la posibilidad metafísica de que las cosas no fueran
como él se las figuraba. En fin, que Critón no creía contradecir el sistema ni
la conducta del maestro, buscando cuanto antes un gallo para ofrecérselo al dios
de la Medicina.
Como si la Providencia
anduviera en el ajo, en cuanto Critón se alejó unos cien pasos de la prisión de
Sócrates, vio, sobre una tapia, en una especie de plazuela solitaria, un gallo
rozagante, de espléndido plumaje. Acababa de saltar desde un huerto al
caballete de aquel muro, y se preparaba a saltar a la calle. Era un gallo que
huía; un gallo que se emancipaba de alguna triste esclavitud.
Conoció Critón el
intento del ave de corral, y esperó a que saltase a la plazuela para
perseguirle y cogerle. Se le había metido en la cabeza (porque el hombre, en
empezando a transigir con ideas y sentimientos religiosos que no encuentra
racionales, no para hasta la superstición más pueril) que el gallo aquel, y no otro, era el
que Esculapio, o sea Asclepies, quería que se le sacrificase. La
casualidad del encuentro ya lo achacaba Critón a voluntad de los dioses.
Al parecer, el gallo
no era del mismo modo de pensar; porque en cuanto notó que un hombre le
perseguía comenzó a correr batiendo las alas y cacareando por lo bajo, muy
incomodado sin duda.
Conocía el bípedo
perfectamente al que le perseguía de haberle visto no pocas veces en el huerto
de su amo discutiendo sin fin acerca del amor, la elocuencia, la belleza, etc.,
etc.; mientras él, el gallo, seducía cien gallinas en cinco minutos, sin tanta
filosofía.
«Pero buena cosa es,
iba pensando el gallo, mientras corría y se disponía a volar, lo que pudiera,
si el peligro arreciaba; buena cosa es que estos sabios que aborrezco se han de
empeñar en tenerme por suyo, contra todas las leyes naturales, que ellos
debieran conocer. Bonito fuera que después de librarme de la inaguantable
esclavitud en que me tenía Gorgias, cayera inmediatamente en poder de este
pobre diablo, pensador de segunda mano y mucho menos divertido que el
parlanchín de mi amo».
Corría el gallo y le
iba a los alcances el filósofo. Cuando ya iba a echarle mano, el gallo batió
las alas, y, dígase de un vuelo, dígase de un brinco, se puso, por esfuerzo supremo del pánico,
encima de la cabeza de una estatua que representaba nada menos que Atenea.
-¡Oh, gallo
irreverente! -gritó el filósofo, ya fanático inquisitorial, y perdónese el
anacronismo. Y acallando con un sofisma pseudo-piadoso los gritos de la honrada
conciencia natural que le decía: «no robes ese gallo», pensó: «Ahora sí que,
por el sacrilegio, mereces la muerte. Serás mío, irás al sacrificio».
Y el filósofo se ponía
de puntillas; se estiraba cuanto podía, daba saltos cortos, ridículos; pero
todo en vano.
-¡Oh, filósofo idealista, de imitación! -dijo el gallo en griego digno
del mismo Gorgias; -no te
molestes, no volarás ni lo que vuela un gallo. ¿Qué? ¿Te espanta que yo sepa
hablar? Pues ¿no me conoces? Soy el gallo del corral de Gorgias. Yo te conozco
a ti. Eres una sombra. La sombra de un muerto. Es el destino de los discípulos que sobreviven a los
maestros. Quedan acá, a manera de larvas, para asustar a la gente menuda.
Muere el soñador inspirado y quedan los discípulos alicortos que hacen de la
poética idealidad del sublime vidente una causa más del miedo, una tristeza más
para el mundo, una superstición que se petrifica.
-«¡Silencio, gallo! En
nombre de la Idea de tu género, la naturaleza te manda que calles».
-Yo hablo, y tú
cacareas la Idea. Oye, hablo sin permiso de la Idea de mi género y por
habilidad de mi individuo. De tanto oír hablar de Retórica, es decir, del arte
de hablar por hablar, aprendí algo del oficio.
-¿Y pagas al maestro
huyendo de su lado, dejando su casa, renegando de su poder?
-Gorgias es tan loco,
si bien más ameno, como tú. No se puede vivir junto a semejante hombre. Todo lo
prueba; y eso aturde, cansa. El que demuestra toda la vida, la deja hueca. Saber el porqué de todo es quedarse
con la geometría de las cosas y sin la substancia de nada. Reducir el
mundo a una ecuación es dejarlo sin pies ni cabeza. Mira, vete, porque puedo
estar diciendo cosas así setenta días con setenta noches: recuerda que soy el
gallo de Gorgias, el sofista.
-Bueno, pues por
sofista, por sacrílego y porque Zeus lo quiere, vas a morir. ¡Date!
-¡Nones! No ha nacido
el idealista de segunda mesa que me ponga la mano encima. Pero, ¿a qué viene
esto? ¿Qué crueldad es esta? ¿Por qué me persigues?
-Porque Sócrates al
morir me encargó que sacrificara un gallo a Esculapio, en acción de gracias
porque le daba la salud verdadera, librándole por la muerte, de todos los
males.
-¿Dijo Sócrates todo
eso?
-No; dijo que debíamos
un gallo a Esculapio.
-De modo que lo demás
te lo figuras tú.
-¿Y qué otro sentido,
pueden tener esas palabras?
-El más benéfico. El
que no cueste sangre ni cueste errores. Matarme a mí para contentar a un dios, en que Sócrates no
creía, es ofender a Sócrates, insultar a los Dioses verdaderos... y
hacerme a mí, que sí existo, y soy inocente, un daño inconmensurable; pues no
sabemos ni todo el dolor ni todo el perjuicio que puede haber en la misteriosa
muerte.
-Pues Sócrates y Zeus
quieren tu sacrificio.
-Repara que Sócrates
habló con ironía, con la ironía serena y sin hiel del genio. Su alma grande
podía, sin peligro, divertirse con el juego sublime de imaginar armónicos la
razón y los ensueños populares. Sócrates, y todos los creadores de vida nueva espiritual, hablan por
símbolos, son retóricos, cuando, familiarizados con el misterio,
respetando en él lo inefable, le dan figura poética en formas. El amor divino
de lo absoluto tiene ese modo de besar su alma. Pero, repara cuando dejan este
juego sublime, y dan lecciones al mundo, cuán austeras, lacónicas, desligadas
de toda inútil imagen con sus máximas y sus preceptos de moral.
-Gallo de Gorgias,
calla y muere.
-Discípulo indigno,
vete y calla; calla siempre. Eres indigno de los de tu ralea. Todos iguales.
Discípulos del genio, testigos sordos y ciegos del sublime soliloquio de una conciencia
superior; por ilusión suya y vuestra, creéis inmortalizar el perfume de su
alma, cuando embalsamáis con drogas y por recetas su doctrina. Hacéis del muerto una momia para
tener un ídolo. Petrificáis la idea, y el sutil pensamiento lo utilizáis como
filo que hace correr la sangre. Sí; eres símbolo de la triste humanidad
sectaria. De las últimas palabras de un santo y de un sabio sacas por primera
consecuencia la sangre de un gallo. Si Sócrates hubiera nacido para confirmar
las supersticiones de su pueblo, ni hubiera muerto por lo que murió, ni hubiera
sido el santo de la filosofía. Sócrates no creía en Esculapio, ni era capaz de
matar una mosca, y menos un gallo, por seguirle el humor al vulgo.
-Yo a las palabras me
atengo. Date...
Critón buscó una
piedra, apuntó a la cabeza, y de la cresta del gallo salió la sangre...
El gallo de Gorgias
perdió el sentido, y al caer cantó por el aire, diciendo:
-¡Quiquiriquí!
Cúmplase el destino; hágase en mí según la voluntad de los imbéciles.
Por la frente de jaspe de Palas Atenea resbalaba la sangre del gallo.
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