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domingo, 26 de agosto de 2018

LA ÚLTIMA VISITA DEL CABALLERO ENFERMO DE GIOVANNI PAPINI






Este cuento de Giovanni Papini posee un encanto adicional cuando suponemos que inspiró al relato magistral “Ruinas circulares” de Jorge Luis Borges. Asimismo, la referencia al autor del retrato rotulado "Caballero Enfermo" es histórica, pero la opinión especializada ha desplazado la autoría del cuadro de Piombo al Tiziano, en una obra que resguarda en Museo Uffizi de Florencia.

*** 

Nadie supo jamás el verdadero nombre de aquel a quien todos llamaban el Caballero Enfermo. No ha quedado de él, después de su impensada desaparición, más que el recuerdo de sus sonrisas y un retrato de Sebastiano del Piombo[1] que lo representa envuelto en una pelliza, con una mano enguantada que cae blandamente como la de un ser dormido. Algunos de los que más lo quisieron -yo estoy entre esos pocos- recuerda también su cutis de un pálido amarillo, transparente, la ligereza casi femenina de los pasos y la languidez habitual de los ojos.
Era, verdaderamente, un sembrador de espanto. Su presencia daba un color fantástico a las cosas más sencillas; cuando su mano tocaba algún objeto, parecía que éste ingresara al mundo de los sueños... Nadie le preguntó nunca cuál era su enfermedad y por qué no se cuidaba. Vivía andando siempre, sin detenerse, día y noche. Nadie supo nunca dónde estaba su casa, nadie le conoció padres o hermanos. Apareció un día en la ciudad y, después de algunos años, otro día, desapareció.
La víspera de este día, a primera hora de la mañana, cuando apenas el cielo empezaba a iluminarse, vino a despertarme a mi cuarto. Sentí la caricia de su guante sobre mi frente y lo vi ante mí, con la sonrisa que parecía el recuerdo de una sonrisa y los ojos más extraviados que de costumbre. Me di cuenta, a causa del enrojecimiento de los párpados, que había pasado toda la noche velando y que debía haber esperado la aurora con gran ansiedad porque sus manos temblaban y todo su cuerpo parecía presa de fiebre.
-¿Qué le pasa?-le pregunté-. ¿Su enfermedad lo hace sufrir más que otros días?
-¿Mi enfermedad? -respondió-. ¿Usted cree, como todos, que yo tengo una enfermedad? ¿Que se trata de una enfermedad mía? ¿Por qué no decir que yo soy una enfermedad? Nada me pertenece. ¡Pero yo soy de alguien y hay alguien a quien pertenezco!
Estaba acostumbrado a sus extraños discursos y por eso no le contesté. Se acercó a mi cama y me tocó otra vez la frente con su guante.
-No tiene usted ningún rastro de fiebre -continuó diciéndome-, está usted perfectamente sano y tranquilo. Puedo, pues, decirle algo que tal vez lo espantará; puedo decirle quién soy. Escúcheme con atención, se lo ruego, porque tal vez no podré repetirle las mismas cosas y es, sin embargo, necesario que las diga al menos una vez.
Al decir esto se tumbó en un sillón y continuó con voz más alta:
-No soy un hombre real. No soy un hombre como los otros, un hombre con huesos y músculos, un hombre generado por hombres. Yo soy -y quiero decirlo a pesar de que tal vez no quiera creerme- yo no soy más que la figura de un sueño. Una imagen de Shakespeare es, con respecto a mí, literal y trágicamente exacta: ¡yo soy de la misma sustancia de que están hechos los sueños! Existo porque hay uno que me sueña, hay uno que duerme y sueña y me ve obrar y vivir y moverme y en este momento sueña que yo digo todo esto. Cuando ese uno empezó a soñarme, yo empecé a existir; cuando se despierte cesaré de existir. Yo soy una imaginación, una creación, un huésped de sus largas fantasías nocturnas. El sueño de este uno es tan intenso que me ha hecho visible incluso a los hombres que están despiertos. Pero el mundo de la vigilia no es el mío. Mi verdadera vida es la que discurre lentamente en el alma de mi durmiente creador.
"No se figure que hablo con enigmas o por medio de símbolos. Lo que le digo es la verdad, la sencilla y tremenda verdad.

"Ser el actor de un sueño no es lo que más me atormenta. Hay poetas que han dicho que la vida de los hombres es la sombra de un sueño y hay filósofos que han sugerido que la realidad es una alucinación. En cambio yo estoy preocupado por otra idea. ¿Quién es el que sueña? ¿Quién es ese uno, ese desconocido ser que me ha hecho surgir de repente y que al despertarse me borrará? ¡Cuántas veces pienso en ese dueño mío que duerme, en ese creador mío! Sus sueños deben ser tan vivos y tan profundos que pueden proyectar sus imágenes hasta hacerlas aparecer como cosas reales. Tal vez el mundo entero no es más que el producto de un entrecruzarse de sueños de seres semejantes a él. Pero no quiero generalizar. Me basta la tremenda seguridad de ser yo la imaginaria criatura de un vasto soñador.

"¿Quién es? Tal es la pregunta que me agita desde que descubrí la materia de que estoy hecho. Usted comprende la importancia que tiene para mí este problema. De su respuesta depende mi destino. Los personajes de los sueños disfrutan de una libertad bastante amplia y por eso mi vida no está determinada del todo por mi origen sino también por mi albedrío. En los primeros tiempos me espantaba pensar que bastaba la más pequeña cosa para despertarlo, es decir, para aniquilarme. Un grito, un rumor, podían precipitarme en la nada. Temblaba a cada momento ante la idea de hacer algo que pudiera ofenderlo, asustarlo, y por lo tanto, despertarlo. Imaginé durante algún tiempo que era una especie de divinidad evangélica y procuré llevar la más virtuosa vida del mundo. En otro momento creí que estaba en el sueño de un sabio y pasé largas noches velando, inclinado sobre los números de las estrellas y las medidas del mundo y la composición de los mortales.

"Finalmente me sentí cansado y humillado al pensar que debía servir de espectáculo a ese dueño desconocido e incognosible. Comprendí que esta ficción de vida no valía tanta bajeza. Anhelé ardientemente lo que antes me causaba horror, esto es, que despertara. Traté de llenar mi vida con espectáculos horribles, que lo despertaran. Todo lo he intentado para obtener el reposo de la aniquilación, todo lo he puesto en obra para interrumpir esta triste comedia de mi vida aparente, para destruir esta ridícula larva de vida que me hace semejante a los hombres. No dejé de cometer ningún delito, ninguna cosa mala me fue ignorada, ningún terror me hizo retroceder. Me parece que aquel que me sueña no se espanta de lo que hace temblar a los demás hombres. O disfruta con la visión de lo más horrible o no le da importancia y no se asusta. Hasta hoy no he conseguido despertarlo y debo arrastrar esta innoble vida, irreal y servil.

"¿Quién me liberará, pues, de mi soñador? ¿Cuándo despuntará el alba que lo llamará a su trabajo? ¿Cuándo sonará la campana, cuándo cantará el gallo, cuándo gritará la voz que debe despertarlo? Espero  hace tiempo mi liberación. Espero con tanto deseo el fin de este sueño, del que soy una parte tan monótona.

"Lo que hago en este momento es la última tentativa. Le digo a mi soñador que yo soy un sueño, quiero que él sueñe que sueña. Esto pasa también a los hombres. ¿No es verdad? ¿No ocurre que se despiertan cuando se dan cuenta de que sueñan? Por esto he venido a verlo y le he hablado y desearía que mi soñador se diese cuenta en este momento de que yo no existo como hombre real y entonces dejaré de existir, hasta como imagen irreal. ¿Cree que lo conseguiré? ¿Cree que a fuerza de repetirlo y de gritarlo despertaré sobresaltado a mi propietario invisible?"

Al pronunciar estas palabras, el Caballero Enfermo se quitaba y se ponía el guante de la mano izquierda. Parecía esperar de un momento a otro algo maravilloso y atroz.

-¿Cree usted que miento? -dijo-. ¿Por qué no puedo desaparecer, por qué no tengo libertad para concluir? ¿Soy tal vez parte de un sueño que no acabará nunca? ¿El sueño de un eterno soñador? Consuéleme un poco, sugiérame alguna estratagema, alguna intriga, algún fraude que me suprima. ¿No tiene piedad de este aburrido espectro?

Como yo seguía callado, él me miró y se puso en pie. Me pareció mucho más alto que antes y observé que su piel era un poco diáfana. Se veía que sufría enormemente. Su cuerpo se agitaba, como un animal que trata de escurrirse de una red. La mano enguantada estrechó la mía; fue la última vez. Murmurando algo en voz baja, salió de mi cuarto y sólo uno ha podido verlo desde entonces.


 NOTAS:


[1] Nota CVM: El retrato “El hombre enfermo” pintura de 1514 se había atribuido a Sebastián Piombo, finalmente hoy se asume que el autor es Tiziano. En el cuento la referencia a esta pintura es clara e inequívoca, por la piel amarilla con la pelliza y los guantes correspondiendo a la descripción del cuadro. El cuadro lo resguarda el Museo Uffizi de Florencia.

martes, 14 de agosto de 2018

LA CARTA ROBADA DE EDGAR ALLAN POE





El cuento La carta robada representa un clásico para la creación del género detectivesco, donde Edgar Allan Poe establece paradigmas del juego de inteligencias, que desarrollarían otros autores. El talentoso personaje Dupin resuelve un caso imposible de resolver en apariencia y la solución resulta digna de aplauso. Para su análisis a fondo se puede ver el análisis sobre La Carta Robada donde se explica a detalle. 

LA CARTA ROBADA

Nil sapientiae odiosius acumine nimio.
(SÉNECA)

Me hallaba en París en el otoño de 18... Una noche, después de una tarde ventosa,
gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de
mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del n.° 33, rue
Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo
silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente
dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por
mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales
habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al
misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia,
cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a nuestro viejo conocido G..., el prefecto de la
policía de París.
Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de
divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la
oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara, pero volvió a su asiento sin hacerlo
cuando G... nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de
mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente.
—Si se trata de algo que requiere reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar
fuego a la mecha— será mejor examinarlo en la oscuridad.
—He aquí una de sus ideas raras —dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su
comprensión era «raro», por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de «rarezas».
—Muy cierto —repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole
un confortable asiento.
—¿Y cuál es la dificultad? —pregunté—. Espero que no sea otro asesinato.
—¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que
podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a
Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro.
—Sencillo y raro —dijo Dupin.
—Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos
bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos.
—Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto —observó mi
amigo.
—¡Qué absurdos dice usted! —repuso el prefecto, riendo a carcajadas.
—Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo —dijo Dupin.
—¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea?
—Un poco demasiado evidente.
—¡Ja, ja! ¡Oh, oh! —reía el prefecto, divertido hasta más no poder—. Dupin, usted
acabará por hacerme morir de risa.
—Veamos, ¿de qué se trata? —pregunté.
—Pues bien, voy a decírselo —repuso el prefecto, aspirando profundamente una
bocanada de humo e instalándose en un sillón—. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero
antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he
confiado a otras personas podría costarme mi actual posición.
—Hable usted —dije.
—O no hable —dijo Dupin.
—Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo
puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras
reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de
él. También se sabe que el documento continúa en su poder.
—¿Cómo se sabe eso? —preguntó Dupin.
—Se deduce claramente —repuso el prefecto— de la naturaleza del documento y de
que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente
después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la
forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final.
—Sea un poco más explícito —dije.
—Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto
lugar donde dicho poder es inmensamente valioso.
El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.
—Pues sigo sin entender nada —dijo Dupin.
—¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no
nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas y
ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y
tranquilidad se ven de tal modo amenazados.
—Pero ese dominio —interrumpí— dependerá de que el ladrón supiera que dicho
personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría...?
—El ladrón —dijo G...— es el ministro D..., que se atreve a todo, tanto en lo que es
digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan
ingeniosa como audaz. El documento en cuestión —una carta, para ser francos— fue
recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la
leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la
cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana
tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa.
Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía
pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D... Sus ojos de lince perciben
inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la
persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma
expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla
y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las
cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y, al despedirse, toma
la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle
la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se marcha,
dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.
—Pues bien —dijo Dupin, dirigiéndose a mí—, ahí tiene usted lo que se requería para
que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como
el ladrón.
—En efecto —dijo el prefecto—, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos
meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está
cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así
no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me
ha encargado de la tarea.
—Para la cual —dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo— no podía
haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz.
—Me halaga usted —repuso el prefecto—, pero no es imposible que, en efecto, se
tenga de mi tal opinión.
—Como hace usted notar —dije—, es evidente que la carta sigue en posesión del
ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas
empleada la carta, el poder cesaría.
Muy cierto —convino G...—. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero
que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor dificultad
residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo
impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso.
—Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones —dije—. No es
la primera vez que la policía parisiense las practica.
—¡Oh, naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro
me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa. Los
sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos
son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente. Bien saben ustedes que
poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres
meses no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D...
Mi honor está en juego y, para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es
enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el
ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la
casa donde la carta podría haber sido escondida.
—¿No sería posible —pregunté— que si bien la carta se halla en posesión del ministro,
como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte que en su casa?
—Es muy poco probable —dijo Dupin—. El especial giro de los asuntos actuales en la
corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D..., exigen que el
documento esté a mano y que pueda ser exhibido en cualquier momento; esto último es tan
importante como el hecho mismo de su posesión.
—¿Que el documento pueda ser exhibido? —pregunte.
—Si lo prefiere, que pueda ser destruido —dijo Dupin.
—Pues bien —convine—, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que
podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo.
—Por supuesto —dijo el prefecto—. He mandado detenerlo dos veces por falsos
salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban.
—Pudo usted ahorrarse esa molestia —dijo Dupin—. Supongo que D... no es
completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia
lógica.
—No es completamente loco —dijo G...—, pero es un poeta, lo que en mi opinión
viene a ser más o menos lo mismo.
—Cierto —dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de
espuma de mar—, aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas rimas.
—¿Por qué no nos da detalles de su requisición? —pregunté.
—Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes.
Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por
cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el
moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que, para un agente
de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de
esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes!
En cada mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado. Para eso
tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea.
»Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los
almohadones con esas largas y finas agujas que me han visto ustedes emplear. Levantamos
las tablas de las mesas.»
—¿Porqué?
—Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de
un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y
vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las
camas.
—Pero, ¿no puede localizarse la cavidad por el sonido? —pregunté.
—De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una
capa de algodón. Además, en este caso estábamos forzados a proceder sin hacer ruido.
—Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde
pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un
delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la
puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una silla. ¿Supongo que no desarmaron
todas las sillas?
—Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas
las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso
microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado
de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos
hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la
encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos.
—Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron
las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y alfombras.
—Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma
minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que
numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada
cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio.
—¿Las dos casas adyacentes? —exclamé—. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades!
—Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.
—¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?
—Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado trabajo
comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.
—¿Miraron entre los papeles de D..., naturalmente, y en los libros de la biblioteca?
—Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sólo examinamos cada libro, sino que
lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen
hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada
encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Si se
hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que
pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron
probados longitudinalmente con las agujas.
—¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?
—Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el
microscopio.
—¿Y el papel de las paredes?
—Lo mismo.
—¿Miraron en los sótanos?
—Miramos.
—Pues entonces —declaré— se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está
en la casa del ministro.
—Me temo que tenga razón —dijo el prefecto—. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja
usted?
—Revisar de nuevo completamente la casa.
—¡Pero es inútil! —replicó G...—. Tan seguro estoy de que respiro como de que la
carta no está en la casa.
—No tengo mejor consejo que darle —dijo Dupin—. Supongo que posee usted una
descripción precisa de la carta.
—¡Oh, sí!
Luego de extraer una libreta, el prefecto procedió a leernos una minuciosa descripción
del aspecto interior de la carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su
lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes.
Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma
que la primera vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso a charlar de cosas
triviales. Al cabo de un rato le dije:
—Veamos, G..., ¿qué pasó con la carta robada? Supongo que, por lo menos, se habrá
convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro.
—¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin,
pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano.
—¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? —preguntó Dupin.
—Pues... a mucho dinero... muchísimo. No quiero decir exactamente cuánto, pero eso
sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera
que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia, y la
recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres voces esa suma, no
podría hacer más de lo que he hecho.
—Pues... la verdad... —dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de
humo—, me parece a mí, G..., que usted no ha hecho... todo lo que podía hacerse. ¿No cree
que... aún podría hacer algo más, eh?
—¿Cómo? ¿En qué sentido?
—Pues... puf... podría usted... puf, puf... pedir consejo en este asunto... puf, puf, puf...
¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy?
—No. ¡Al diablo con Abernethy!
—De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Érase una vez cierto avaro que tuvo la idea
de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una
conversación corrientes para explicar un caso personal como si se tratara del de otra
persona. «Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales —dijo—. Ahora
bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?» «Lo que yo le aconsejaría —repuso
Abernethy— es que consultara a un médico.»
—¡Vamos! —exclamó el prefecto, bastante desconcertado—. Estoy plenamente
dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a
quienquiera me ayudara en este asunto.
—En ese caso —replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques—,
bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le
entregaré la carta.
Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos
minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos
que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una
pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque
por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Éste lo examinó
cuidadosamente y lo guardo en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la
entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con
manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la
puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba
desde el momento en que Dupin le pidió que llenara el cheque.
Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones.
—La policía parisiense es sumamente hábil a su manera —dijo—. Es perseverante,
ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando
G... nos explicó su manera de registrar la mansión de D..., tuve plena confianza en que
había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.
—¿Hasta donde podía alcanzar? —repetí.
—Sí —dijo Dupin—. Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su
género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta hubiera
estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la
hubieran encontrado.
Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.
—Las medidas —continuó— eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su
defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión. Una cierta cantidad
de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de
Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por
ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial
razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de
«par e impar» atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con
bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al
otro: «¿Par o impar?» Si éste adivina correctamente, gana una bolita; si se equivoca, pierde
una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente, tenía un
método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia
de sus adversarios. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la
mano cerrada, le pregunta: «¿Par o impar?» Nuestro colegial responde: «Impar», y pierde,
pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo: «El tonto tenía pares la
primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo
tanto, diré impar.» Lo dice, y gana. Ahora bien, si le toca jugar con un tonto ligeramente
superior al anterior, razonará en la siguiente forma: «Este muchacho sabe que la primera
vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar,
pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y
finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares.»
Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas
llaman «afortunado», ¿en qué consiste si se la analiza con cuidado?
—Consiste —repuse— en la identificación del intelecto del razonador con el de su
oponente.
—Exactamente —dijo Dupin—. Cuando pregunté al muchacho de qué manera lograba
esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: «Si quiero averiguar si
alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en
ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero
hasta ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón,
coincidentes con la expresión de mi cara.» Esta respuesta del colegial está en la base de
toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyère, Maquiavelo y
Campanella.
—Si comprendo bien —dije— la identificación del intelecto del razonador con el de su
oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último.
—Depende de ello para sus resultados prácticos —replicó Dupin—, y el prefecto y sus
cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y
segundo por medir mal —o, mejor dicho, por no medir— el intelecto con el cual se miden.
Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan
solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón
en la medida en que su propio ingenio es fiel representante del de la masa; pero, cuando la
astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquél los derrota, como es
natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy
frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en
sus investigaciones; a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por
una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias,
pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D..., ¿qué se ha hecho para
modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el
microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas?
¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que
rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio
humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea?
¿No ha advertido que G... da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no
exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en algún agujero
o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en
un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos
rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias
igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en
primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su
descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la
obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnifica, lo
cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan
jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada
hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del
prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado
comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más
mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente
de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado
renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde
cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior que todos
los poetas son locos.
—¿Pero se trata realmente del poeta? —pregunté—. Sé que D... tiene un hermano, y
que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito
una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.
—Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y
matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido
capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto.
—Me sorprenden esas opiniones —dije—, que el consenso universal contradice.
Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos de existencia
sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la razón por excelencia.
Il y a à parier —replicó Dupin, citando a Chamfort— que toute idée publique, toute
convention reçue est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre
. Le aseguro que
los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que
no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por
ejemplo, el término «análisis» en las operaciones algebraicas. Los franceses son los
causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras
derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que «análisis» abarca «álgebra», tanto
como en latín ambitus implica «ambición»; religio, «religión», u homines honesti, la clase
de las gentes honorables.
—Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero
continúe.
—Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier
procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón
extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la
cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación
de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que
se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan
enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no
son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de la forma y la cantidad)
resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia
suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este
axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos
móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente a la
suma de sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de
los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en
sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la
gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error
cuando señala que, «aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y
extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes». Pero, para los algebristas,
que son realmente paganos, las «fábulas paganas» constituyen materia de credulidad, y las
inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un
inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: jamás he encontrado a un matemático
en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por
artículo de fe que x2+px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de
experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que
x2+px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que
quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de
golpearlo.
»Lo que busco indicar —agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas
observaciones— es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se
habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático
como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las
circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que
un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios.
Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue
sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa.
Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para
su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la
perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la
casa, como G... terminó finalmente por creer. Me pareció asimismo que toda la serie de
pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio
invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de
ocurrírsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los
escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no
comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como
el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos y los microscopios del
prefecto. Vi, por último, que D... terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no
la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el
prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba
por su absoluta evidencia.
—Me acuerdo muy bien —respondí—. Por un momento pensé que iban a darle
convulsiones.
—El mundo material —continuó Dupin— abunda en estrictas analogías con el
inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil
sirven tanto para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio
de la vis inertiæ, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la
primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno
pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará en relación con
la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad,
aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son
más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los
primeros pasos. Otra cosa: ¿Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las
tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado?
—Jamás se me ocurrió pensarlo —dije.
—Hay un juego de adivinación —continuó Dupin— que se juega con un mapa. Uno de
los participantes pide al otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, un
río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y
complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su
oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras
que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a
otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes,
escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta
análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y
palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por
debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el
ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir
mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.
»Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D..., en que el
documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la
absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto
dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me
sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los
expedientes: el no ocultarla.
»Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa
mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D... en casa,
bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui.
Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo
cuando nadie lo ve.
»Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar
anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento,
mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huésped.
»Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D..., y
en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de
instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento
escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas.
»Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero
de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de
bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o
cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última
parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera
intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con
el monograma de D... muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una
letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que
desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero.
»Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto
que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el
prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D...; en el otro, era
pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S... El sobrescrito de la presente carta
mostraba una letra menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real,
había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía.
Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el
papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de
D..., y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento,
todo ello, digo sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de
cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había
arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con
intenciones de sospechar.
»Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro
acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención
clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los detalles de su apariencia exterior y de su
colocación en el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas
dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que
estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que
ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario,
usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento me bastó. Era
evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo
sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché en seguida, dejando
sobre la mesa una tabaquera de oro.
»A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente
la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las
ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces
de una multitud aterrorizada. D... corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia
afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la
reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado
cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D... con ayuda de un sello de miga de
pan.
»La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre
armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños.
Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en
libertad al individuo considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D... se apartó
de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la
carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido
pagado por mí.»
—¿Pero qué intención tenía usted —pregunté— al reemplazar la carta por un facsímil?
¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y
abandonar la casa?
—D... es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje —repuso Dupin—. En su casa no
faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere, jamás
habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de
mí. Pero, además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted mis preferencias
políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante
dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues,
ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D... continuará presionando como si
la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan
precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en
materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho
más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía —o, por lo menos,
compasión— hacia el que baja. D... es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente
de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al
recibir el desafío de aquélla a quien el prefecto llama «cierta persona», se vea forzado a
abrir la carta que le dejé en el tarjetero.
—¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?
—¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco!
Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D... me jugó una mala pasada, y sin
perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que
sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era
una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en
mitad de la página estas palabras:
...Un dessein si funeste,
S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste
.
»Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.»
(Traducción de Julio Cortázar).

sábado, 11 de agosto de 2018

NO OYES LADRAR LOS PERROS





El cuento "No oyes ladrar los perros" de Juan Rulfo fue publicado en el año 1953, dentro de la colección El llano en llamas. Esa serie muestra reflejos dramáticos de la vida campirana en México, seleccionado anécdotas y escenas conmovedores. En este cuento la relación fracasada entre un humilde padre y su hijo agónico se retrata en breves páginas.




—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
— ¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja.
Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
— ¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: «Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.» Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía.
Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien. Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme que ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí.
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa.
Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: «¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!» Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: «Ése no puede ser mi hijo.»
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porqué ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
— ¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: «No tenemos a quién darle nuestra lástima.» ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las
corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaban, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
— ¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.