Presentación: O. Henry fue el seudónimo del escritor, periodista y cuentista
estadounidense William Sydney Porter (11 de septiembre de 1862-5 de junio de
1910). Estimado como maestros del relato breve, entre los títulos más
recordados Heart of the West (Corazón del Oeste), The Four Million (‘Los cuatro
millones’) y Of Cabbages and Kings (‘De coles y reyes’), además se han ampliado muchas
ediciones póstumas de cuentos.
La traducción está
tomada de https://ciudadseva.com/texto/un-cosmopolita-en-un-cafe/ y
corregida en algunos puntos que se indican. El sitio no revela quién fue el
traductor original. El breve relato se ambienta en un centro nocturno con
música y cerveza, que ahora no se le llamaría un "café". El texto contiene muchas
referencias geográficas del mundo y de Norteamérica, con palabras en francés,
para contribuir al ambiente cosmopolita. En sus actividades profesionales, O. Henry fue un
viajero, trabajó en Honduras durante un tiempo y conoció diversos parajes
norteamericanos.
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Por O. Henry
A medianoche, el café
estaba repleto de gente. Por alguna casualidad, la mesita a la cual estaba yo
sentado había escapado a la mirada de los que llegaban, y dos sillas
desocupadas, colocadas al lado de ella, extendían sus brazos con hospitalidad mercantil[1]
al influjo de los parroquianos.
En ese momento, un
cosmopolita se sentó en una de ellas. Me alegré, pues sostengo la teoría de
que, desde Adán, no ha existido ningún auténtico ciudadano del mundo. Oímos
hablar de ellos y vemos muchas etiquetas extranjeras pegadas en sus equipajes;
pero, en lugar de
cosmopolitas, hallamos simples viajeros.
Invoco a la
consideración de ustedes la escena: las mesas con tabla de mármol; la hilera de
asientos en la pared, recubiertos de cuero; los alegres parroquianos; las damas
vestidas de media etiqueta, hablando en coro, de exquisito acento, acerca del
gusto, la economía, la opulencia o el arte; los garçons[2]
diligentes y amantes de las propinas; la música abasteciendo sabiamente a todos
con sus incursiones sobre los compositores; la mélange[3]
de charlas y risas, y, si usted quiere, la cerveza Wurzburger en los
altos conos de vidrio, que se inclinan hacia sus labios como una cereza
madura en su rama ante el pico de un grajo ladrón. Un escultor de Mauch Chunk[4]
me manifestó que la escena era auténticamente parisiense.
Mi cosmopolita se
llamaba E. Rushmore Coglan y de él se sabrá el próximo verano en Coney Island,[5]
pues me informó que instalará allí una nueva “atracción” que ofrecerá un
benévolo entretenimiento. Y luego su conversación se extendió a lo largo de
paralelos de latitud y longitud. Tomó el enorme y redondo mundo en sus manos,
por así decirlo, con familiaridad y desprecio, y este no parecía más grande que
la semilla de un cerezo en un racimo de uvas en frutero.[6]
Habló irrespetuosamente del Ecuador, saltó de continente en continente, se
burló de las zonas y fregó los altos mares con la servilleta. Con un ademán,
hablaba de cierto bazar en Hyderabad. ¡Puf! Lo llevaba a usted en esquí en
Laponia. ¡Pif! Ahora perseguía los infractores, con los kanakas en
Kealaikahiki.[7]
¡Pronto! Lo arrastraba a usted a través de un pantano de robles de Arkansas, lo
dejaba secar un momento, en las plantas de álcali, en las planicies de su
rancho de Idaho; luego lo lanzaba a la sociedad de los archiduques vieneses. De
pronto, le hablaba de un resfrío contraído por la brisa de un lago de Chicago y
de cómo la vieja Escamila se lo curó en Buenos Aires con una infusión caliente
de hierba chuchula. Usted podría haber dirigido una carta al “Señor E. Rushmore
Coglan, la Tierra, Sistema Solar, el Universo”, seguro de que se la
entregarían.
Yo tenía la certeza de
haber encontrado, por fin, el verdadero cosmopolita surgido después de Adán, y
escuché su discurso mundial temeroso de descubrir en él la nota local del mero
trotamundos.[8]
Pero sus opiniones nunca se agitaban ni decaían; era tan imparcial en cuanto a
las ciudades, los países y continentes como respecto a los vientos o la
gravitación.
Y, mientras E.
Rushmore Coglan parloteaba acerca de su pequeño planeta, pensé con alegría en
un gran casi cosmopolita que escribió para el mundo y dedicando él mismo esto a
Bombay. En un poema dice que hay orgullo y rivalidad entre las ciudades de la
tierra y que “los hombres que surgen de ellas comercian de un lado a otro, pero se adhieren a los límites
de sus ciudades como el niño a la falda de la madre”. Y, siempre que
caminan “por ruidosas calles desconocidas”, recuerdan su ciudad natal “en la
forma más leal, tonta y tierna, haciendo de su apenas musitado nombre vínculo
sobre vínculo”.[9] Me
causó alegría el hecho de haber captado la descripción del señor Kipling. Había
encontrado aquí a un hombre que no estaba hecho de polvo; que no tenía
mezquinas ostentaciones de suelo nativo o país; que si se jactaba, lo hacía de
todo su mundo redondo contra los marcianos y los habitantes de la luna.
La conversación sobre
estos temas le fue urgida a E. Rushmore Coglan por la música proveniente en
dirección de la tercera esquina de nuestra mesita. Mientras él describía la
topografía del ferrocarril siberiano, la orquesta se explayó a través de un
potpurrí. El fragmento con que concluía era Dixie y, mientras las regocijantes
notas terminaban, fueron casi ahogadas por un ruidoso aplauso surgido de casi
todas las mesas.
Vale la pena dedicar
un párrafo para decir que esta extraordinaria escena puede atestiguarse cada
tarde en numerosos cafés de la ciudad de Nueva York. Toneladas de cerveza han
sido consumidas en el desarrollo de teorías que la expliquen. Algunos han
conjeturado apresuradamente que todos los sudistas[10]
de la ciudad se apresuran a citarse en los cafés al anochecer. Este aplauso de
la canción “rebelde” en una ciudad norteña realmente confunde un poco; pero la
cuestión no es insoluble. La guerra con España, cosecha generosa durante muchos
años de menta y sandías; algunos vencedores de tiro largo en el hipódromo de
Nueva Orleáns y los brillantes banquetes ofrecidos por los ciudadanos de
Indiana y Kansas, que componen la alta sociedad de Carolina del Norte, han
hecho del Sur más bien una “moda” en Manhattan. Su manicura le balbuceará
suavemente que el dedo índice de su mano izquierda le recuerda muchísimo al de
un caballero de Richmond, Virginia. ¡Oh, sin duda! Pero muchas damas tienen
ahora que trabajar… la guerra, usted sabe.
Cuando se estaba
ejecutando Dixie, un joven de cabellos negros surgió de algún lado con un grito
de guerrilla de Mosby[11]
y agitó frenéticamente su sombrero de blando borde. Luego se perdió entre el
humo, se dejó caer en la silla desocupada de nuestra mesita y sacó un paquete
de cigarrillos.
La velada estaba en el
período en que desaparece la reserva. Uno de nosotros mencionó tres Wurzburgers
al mozo; el hombre de cabellos obscuros agradeció que lo incluyeran en el
pedido, dibujando una sonrisa y efectuando un movimiento de cabeza. Me apresuré
a formularle una pregunta, porque deseaba poner a prueba una teoría que había
elaborado.
-¿Tendría usted
inconveniente -comencé- en decirme de dónde procede…?
El puño de E. Rushmore
Coglan golpeó la mesa y el estrépito me sumió en el silencio.[12]
-Discúlpeme -dijo él-,
pero esa es una pregunta que no me agrada oír nunca. ¿Qué importa de dónde
procede un hombre? ¿Es justo juzgar a un hombre por su dirección postal?
Caramba, he visto personas oriundas de Kentucky que odian el whisky; virginianos que no eran descendientes de
Pocahontas; indianos que no han escrito una novela; mexicanos que no usan
pantalones de terciopelo con dólares de plata cosidos a lo largo de las
costuras; ingleses divertidos;
yanquis pródigos; sureños impasibles; occidentales estrechos de criterio y
neoyorquinos demasiado ocupados para detenerse una hora en la calle a
observar un empleado de almacén manco colocando arándanos en bolsas de papel.
Dejen que el hombre sea hombre y no le impongan trabas con la etiqueta de
ninguna zona.
-Perdóneme -dije-,
pero mi curiosidad no era del todo inútil. Conozco el sur, y cuando la banda
toca Dixie me agrada observar. Me he formado la idea de que el hombre que
aplaude este fragmento con especial vehemencia y ostensible lealtad regional,
es invariablemente un nativo de Secaucus, Nueva Jersey, o el distrito
comprendido entre Murray Hill Lyceum y el río Harlem, es decir, esta ciudad.
Estaba por poner a prueba mi opinión preguntándole a este caballero, cuando
usted me interrumpió con su propia… larga teoría debo confesarlo.
El hombre de cabellos
obscuros habló y se puso de relieve que su pensamiento se movía también a lo
largo de su propia serie de surcos.
-Preriría ser un caracol[13]
-dijo misteriosamente-, en la cima de un valle y entonar turalúralú.
Esto, evidentemente,
era demasiado obscuro, de manera que me volví hacia Coglan.
-He dado la vuelta al mundo doce veces
-dijo-. Conozco un esquimal, de Upernavik, que pide a Cincinati sus corbatas, y
he visto un pastor de cabras, en Uruguay, que ganó un premio en un certamen de
acertijos de alimentos para desayuno, de Battle Creek.[14]
Pagué durante todo el año el alquiler de una habitación en Cairo, Egipto, y
otra en Yokohama. Tuve las chinelas esperándome en un salón de té en Shanghai y
no me fue necesario decir en qué forma debía cocinar los huevos en Río de
Janeiro o Seattle. Es un mundo enormemente pequeño. ¿De qué sirve jactarse de
ser del norte o del sur, de la casa solariega del vallecico o de la avenida
Euclid, Cleveland; de Pike’s Pike o Fairfax Country, Virginia; de Holligan’s
Fíats o cualquier otro sitio? El mundo será mejor cuando dejemos de embobarnos
con algún enmohecido pueblo, o con diez acres de pantano, simplemente porque ha
dado la casualidad de que hemos nacido allí.
-Parece ser usted un
genuino cosmopolita -dije con admiración-. Pero también parece que usted sería capaz de desacreditar el
patriotismo.
-Es una reliquia de la
edad de piedra -declaró Coglan cálidamente-. Somos todos hermanos: chinos,
ingleses, zulúes, patagones y los pobladores de la curva del río Kaw. Algún día
todo este orgullo mezquino por una ciudad, un estado, una zona o país
desaparecerá y todos seremos
ciudadanos del mundo, como debiéramos ser.
-Pero, mientras usted
deambula por tierras extranjeras -insistí-, ¿su pensamiento no retrocede hacia
algún sitio… algún querido y…
-No; hacia ningún
sitio -interrumpió E. R. Coglan de manera impertinente-. El pedazo de materia
terrestre, esférico y planetario, ligeramente aplastado en sus polos y conocido
como la Tierra, es mi morada. En el extranjero me he encontrado con muchísimos
ciudadanos a los que los guiaba algún objetivo. He visto hombres de Chicago
navegando, en góndolas, en Venecia, en noches de luna, y fanfarronear por sus
canales de desagüe. He conocido a un sureño que, al ser presentado al rey de
Inglaterra, le proporcionó, sin pestañear, la información de que su tía abuela,
por parte de su madre, estaba relacionada políticamente con los Perkinse de
Charleston. Me vinculé a un neoyorquino que fue secuestrado, para obtener un
rescate, por unos bandidos afganos. Su familia envió el dinero y el hombre
regresó con el agente a Kabul. “¿Afganistán? -le dijeron los nativos por
intermedio del intérprete-. Bueno, no es tan lejos, ¿no le parece?” “Oh, no lo
sé”, repuso él, y comenzó a hablarles de un cochero de la Sexta Avenida y Broadway.
Esas ideas no me agradan. No estoy ligado a nada que no tenga ocho mil millas
de diámetro. Anóteme como E. Rushmore Coglan, ciudadano de la esfera terrestre.
Mi cosmopolita me dijo
un largo adiós y me dejó, pues creyó ver a un conocido, a través de la charla y
el humo. Por consiguiente, quedé con el aspirante a caracol,[15]
que fue reducido a bebedor de Wurzburger[16]
sin mayor habilidad para expresar sus aspiraciones, para encaramarse,
melodioso, en la cima de un valle.
Permanecí
reflexionando sobre mi evidente cosmopolita y preguntándome cómo había hecho el
poeta para perderlo. Era mi descubrimiento y yo creía en él. ¿Cómo era esto?
“Los hombres que surgen de ellos trafican por todas partes, pero adhieren a los límites de sus
ciudades como el niño a la falda de su madre.”[17]
No ocurre así con B.
Rushmore Coglan. Con todo el mundo para él…
Mis preocupaciones
fueron interrumpidas por un tremendo ruido y una discusión, que se produjeron
en otra parte del café. Por sobre las cabezas de los parroquianos sentados vi a
B. Rushmore Coglan y a otra persona desconocida para mí, trabados en una
terrible lucha. Reñían como titanes, entre las mesas; rompíanse los vasos y los
hombres Cogían sus sombreros y eran derribados; una trigueña gritó y una rubia
comenzó a cantar Teasing (Brulando).
Mi cosmopolita
defendía el orgullo y la reputación de la Tierra cuando los mozos se acercaron
a ambos combatientes, con su famosa formación de prismas volando, y los
echaron, mientras aún se resistían.
Llamé a McCarthy, uno
de los garçons franceses, y le pregunté el motivo del conflicto.
-El hombre de corbata
roja (era mi cosmopolita) -me repuso-, se enojó a causa de las cosas que el
otro tipo decía acerca de los holgazanes callejeros y el abastecimiento de agua
del pueblo del que aquel procede.
-Caramba -dije
confundido-, ese individuo es un ciudadano del mundo… un cosmopolita… Él…
-Es oriundo de Mattawamkeag,[18]
Maine -continuó McCarthy-, según dijo, y no admitía que desprestigiaran
ese pueblo.
NOTAS:
[1] El original inglés
“venal” estaba traducido por “mercenaria”, lo cual da un tinte en exceso irónico.
[5] El famoso sitio de
Nueva York donde se inauguró un parque de diversiones, entonces en su
esplendor.
[6] La traducción dejó “table d’hotel”, pero el original que tengo indica “table d’hote”
que se especifica como una canasta con variedades. Dice “toronja” donde se
indica grapes, y pone el regionalismo desconocido “marasco”.
[7] “kanakas” es una
designación para ciertos trabajadores en Polinesia que originalmente solamente
se refiería a los hawaianos. Kealaikahiki es una región en Hawaii.
[9] Estas dos citas
corresponden a la pluma de Kipling en su dedicatoria a la ciudad de Bombay. “Dedication
To the City of
Bombay”.
[11] John Singleton Mosby intrépido coronel de caballería confederado,
llamado el Fantasma Gris, mantuvo una última guerrilla en la guerra de secesión,
logrando algún golpe espectacular que le dio fama. Luego se reconcilió y fue
aceptado en el país reunificado.
[12] Es una interrupción grosera,
la pregunta no se le ha dirigido a Rushmore sino al de cabello negó, que no se
indica el nombre.
[13] Periwinkle se
refiere tanto variedades de yerba silvestre con algunos usos medicinales, al
tono azul de su flor, como designa pequeños caracoles marinos; la oscuridad que
refiere el relato me hace suponer que es el caracol marino cantando lo que da
tal matiz extraño, más que la ascepcion de yerba o al color en sí.
[15] Esta otra frase nos
invita a pensar que el periwinckle se refiere más al caracol que sube a una
colina, que a la yerba azul que permanece ahí siempre.
[16] El texto califica al
personaje nada más con la marca de la cerveza, que no siendo ahora conocida,
prefiero indicarlo como bebedor.
[18] Un pueblo
pequeñísimo, dentro del condado de Penobscot, en el norteño estado de Maine,
zona boscosa y muy escasamente poblada.