NÉMESIS[1]
Y EL VENDEDOR DE CARAMELOS
De O. Henry (William
Sydney Porter)
Texto procedente del sitio Ciudad Seva, con notas, modificaciones y correcciones
de Carlos Valdés Martín:
-Zarpamos mañana por
la mañana, a las ocho, en el Celtic[2]
-dijo Honoria, quitándose una hebra de su manga de encaje.
-Ya me lo han dicho
-declaró el joven Ives, lanzando el sombrero al aire sin lograr volver a
atraparlo-, y por eso he venido a desearte un feliz viaje.
-Supongo que te lo
habrán dicho por ahí -dijo Honoria con gélida dulzura-, porque yo, desde luego,
no he tenido ocasión de informarte personalmente.
Ives la miró
suplicante, pero sin esperanza.
De la calle llegó una
voz aguda que entonaba, no sin cierta musicalidad, una cancioncilla comercial:
-¡Carameeeelos!
¡Riquíííísimos caramelos recién hechos!
-Es nuestro viejo
vendedor de caramelos -dijo Honoria, asomándose a la ventana y llamándolo por
señas-. Quiero comprarle unos cuantos «besitos» de esos con verso. En las
tiendas de Broadway no son ni la mitad de buenos.
El vendedor de
caramelos detuvo el carrito frente a la vieja casa de Madison Avenue. Tenía un
aire festivo infrecuente en los vendedores ambulantes. Llevaba una corbata
nueva de color rojo vivo con un alfiler en forma de herradura casi de tamaño
natural, que lanzaba engañosos destellos desde los pliegues de la tela. Su
oscuro y tostado rostro se arrugaba formando una sonrisa medio estúpida. Unos
puños rayados con gemelos en forma de cabeza de perro cubrían la piel morena de
sus muñecas.
-Debe de estar a punto
de casarse -dijo Honoria con tristeza-. Nunca lo había visto vestido así. Y hoy
es la primera vez en muchos meses que se ha puesto a vocear la mercancía, estoy
segura.
Ives lanzó una moneda
a la acera. El vendedor de caramelos conoce bien a sus clientes. Llenó una
bolsa de papel, subió la anticuada escalinata y se la entregó.
-Me acuerdo de cuando…
-empezó Ives.
-Espera un momento
-ordenó Honoria.
Y sacó una pequeña
carpeta del cajón del escritorio, y de la carpeta una finísima hojita de papel
de cuatro centímetros de largo por medio de ancho.
-Esto -dijo Honoria
con voz inflexible- es con lo que iba envuelto el primer caramelo que abrimos.
-Hace un año de esto
-alegó Ives con tono de disculpa, al tiempo que alargaba la mano para cogerlo.
Y leyó en la hojita lo
siguiente:
Mientras el cielo
siga azul
conmigo, amor, seguirás tú.
conmigo, amor, seguirás tú.
-Habíamos planeado
zarpar hace quince días -dijo Honoria con tono de reproche-. El verano ha sido
tórrido. La ciudad está medio desierta. No hay ningún sitio a dónde ir. Aunque
me han dicho que hay uno o dos bailes al aire libre que están divertidos.
Parece ser que sus atracciones han calado hondo en más de uno.
Ives no se inmutó.
Cuando uno está en el ring, no le sorprende que el adversario le pegue en las
costillas.[3]
-Aquel día -dijo Ives
con poco tacto- seguí al vendedor de caramelos y le di cinco dólares al llegar
a la esquina de Broadway.
Cogió la bolsita de
papel, que Honoria se había colocado en el regazo, sacó uno de los cuadrados
caramelos y quitó lentamente el papel que lo envolvía.
-El padre de Sara
Chillingworth -explicó Honoria- le acaba de regalar un automóvil.[4]
-Lee esto -pidió Ives,
alargándole el papel del caramelo recién desenvuelto:
Del arte de vivir
la vida es dueña
y el amor a perdonar nos enseña.
y el amor a perdonar nos enseña.
Las mejillas de
Honoria se pusieron rojas como la grana.
-¡Honoria! -exclamó
Ives, levantándose de un salto de la silla.
-Miss Clinton
-corrigió Honoria, emergiendo como Venus entre la espuma de las olas-. Ya te
advertí que no volvieras a pronunciar ese nombre.
-Honoria -repitió
Ives-, tienes que escucharme. Ya sé que no merezco tu perdón, pero he de
conseguirlo. En ocasiones nos vemos poseídos por una locura de la que no es
responsable lo mejor de nosotros mismos. Arrojo al viento todo lo que no seas
tú. Rompo las cadenas que me han tenido preso. Renuncio a la sirena que me
alejó de ti con malas artes. Permite que ese verso de vendedor ambulante te
suplique en mi nombre. Eres la única a quien puedo amar. Deja que tu amor
perdone, y yo te juro que el mío seguirá contigo «mientras el cielo siga azul».
***
Al oeste de Manhattan,
entre la Sexta y la Séptima Avenida, un callejón se abre en la mitad de la
manzana y muere en un pequeño patio en el centro de la misma. Es un barrio de
gente de teatro, y sus habitantes son la espuma de media docena de naciones. El
ambiente es bohemio, el idioma políglota, el entorno miserable.
El vendedor de
caramelos vivía en el patio, al final del callejón. A las siete en punto
empujaba su carrito por la estrecha entrada, lo apoyaba sobre las irregulares
losetas de piedra y se sentaba en una de sus barras para refrescarse. Por aquel
callejón pasaba una fresca corriente de aire.
Había una ventana
justo encima del lugar donde siempre se sentaba. En el frescor de la tarde, mademoiselle Adèle, atracción principal
de Aerial Roof Garden,[5]
uno de los bailes al aire libre, se sentaba junto a la ventana a tomar el aire.
Solía dejar caer su hermosa mata de pelo castaño rojizo, para que la brisa
tuviese la dicha de ayudar a Sidonie, la doncella, en la tarea de secarlo y
airearlo. Llevaba un pañuelo de color heliotropo colocado muy flojo alrededor
de los hombros, que eran la parte de su anatomía más explotada por los
fotógrafos. Llevaba los brazos desnudos hasta el codo, y aunque no había allí
escultores para extasiarse con ellos, ni las estólidas paredes de ladrillo del
callejón habrían sido tan insensatas como para no darles su aprobación.
Mientras permanecía allí sentada, Felice, otra de sus doncellas, bañaba y ungía
aquellos pequeños pies que tanto fascinaban con sus guiños a la audiencia
nocturna del Aerial.
Paulatinamente, mademoiselle empezó a percibir la
presencia del vendedor de caramelos que se paraba bajo su ventana para
enjugarse la frente y refrescarse un poco. En manos de sus doncellas se
encontraba temporalmente apartada de su profesión: el fascinante y obligatorio
carro del hombre. A mademoiselle le
molestaba perder el tiempo. Allí estaba el vendedor de caramelos y aunque,
ciertamente, no era la presa más adecuada para sus dardos, pertenecía al sexo
contra el cual ella había nacido para luchar.
Después de lanzarle
miradas de indiferente frialdad una docena de veces, una tarde se desheló de
repente y derramó sobre él una sonrisa que hizo ruborizarse a los caramelos del
carrito.
-Vendedor de caramelos
-dijo con voz acariciadora, mientras Sidonie la seguía en su impulsivo arrebato
sin dejar de cepillar su espesa cabellera caoba-, ¿no crees que hoy soy
hermosa?
El vendedor de
caramelos se rió con aspereza y miró hacia arriba con su fina mandíbula apretada,
al tiempo que se secaba la frente con un pañuelo azul y rojo.
-Valdría usted para la
portada de una revista masculina -dijo a regañadientes-. Guapa o no, es cosa de
ellos. Ese no es mi estilo. Si lo que anda buscando son cumplidos, vaya a
cualquier otro sitio entre las nueve y las doce. Me parece que va a llover.
Es cierto que un
vendedor de caramelos no es mucho más fascinante que ponerse a cazar conejos en
medio de una espesa nevada, pero el cazador tiene el corazón muy grande. Mademoiselle cogió un gran mechón de
pelo de entre las manos de Sidonie y lo dejó caer por la ventana.
-Óyeme bien, vendedor
de caramelos, ¿tienes una novia en algún sitio con un pelo tan largo y suave
como éste? ¿Y con los brazos tan redondeados?
Alargó un brazo por el
alféizar de la ventana como Galatea después del milagro.[6]
El vendedor de
caramelos soltó una risita chillona y se puso a recoger unos cuantos caramelos
de mantequilla y azúcar moreno que se le habían caído al suelo.
-¡Esfúmate! -dijo con
vulgaridad-. No tiene nada que hacer con esas armas. Soy demasiado listo para
dejarme engatusar por un mechón de pelo y un brazo recién untado de crema.
Supongo que estará usted muy bien en el escenario, con cantidad de polvos y
maquillaje encima, mientras la orquesta toca «Bajo el viejo manzano». Pero no
se le ocurra ponerse el sombrero y correr escaleras abajo para venirse conmigo
a la iglesita de la esquina. Ya he tenido que lidiar en otras ocasiones con
cajas de tinte y maquillaje. Y ahora, bromas aparte, ¿no cree que va a llover?
-Vendedor de caramelos
-insistió mademoiselle con suavidad,
curvando los labios y formando un hoyuelo en la barbilla-, ¿no me encuentras
bonita?
El hombre hizo una
mueca.
-Ahorrando dinero, ¿no
es así? -dijo-. Debe de ser muy rentable eso de hacerse la publicidad uno
mismo. Yo fumo, pero no he visto nunca su faz
en ninguna caja de cigarros de cinco centavos. De todas formas haría falta que
saliera una nueva marca de mujer para lograr conquistarme. Las conozco desde
las peinetas hasta los cordones de los zapatos. Dame un buen día de ventas y un
filete con cebolla a las siete, y una pipa y un periódico de la tarde al volver
aquí al patio, y no me inmutaré ni aunque la mismísima Lillian Russel me guiñe
el ojo, con su perdón.
Mademoiselle hizo un puchero.
-Vendedor de caramelos
-dijo suave y profundamente-, aun así me dirás que soy hermosa. Todos los
hombres lo hacen y tú no serás menos.
El vendedor de
caramelos se rió y vació la pipa.
-Bueno -contestó-,
tengo que marcharme. Estoy leyendo un relato que viene en el periódico. Hay
unos hombres buscando un tesoro en el mar, y los piratas los espían desde
detrás de los arrecifes. Y no hay una sola mujer por tierra, mar o aire. Buenas
noches.
Y se fue callejón
adelante, empujando su carrito de regreso al húmedo patio donde vivía.
Asombrosamente para
aquel que no conozca las mujeres, mademoiselle
se sentaba todos los días junto a la ventana y lanzaba sus redes a su
ignominiosa presa. En una ocasión estuvo esperando a un caballero de altos
vuelos durante media hora en la salita de espera, mientras se dedicaba a
bombardear en vano la ruda filosofía del vendedor de caramelos. Su áspera risa
hería su vanidad en lo más profundo. Todos los días se sentaba en su carrito a
recibir la brisa del callejón mientras a ella le arreglaban el pelo, y
diariamente las flechas de su belleza rebotaban contra su duro pecho tan
despuntadas como ineficaces. Un resentimiento de despecho encendía sus ojos.
Con el orgullo herido, le lanzaba miradas que habrían elevado al séptimo cielo
a sus más devotos admiradores. Los duros ojos del vendedor de caramelos la
miraban con una mal disimulada burla que acabó por impulsarla a usar la flecha
más afilada del carcaj de su belleza.
Una tarde se apoyó en
el alféizar, y no se dedicó a desafiarle ni a torturarle como otras veces.
-Vendedor de caramelos
-dijo-, ponte de pie y mírame a los ojos.
El hombre se puso de
pie y la miró a los ojos, con su áspera risa resonando como una aserradora. Se
quitó la pipa de la boca, jugueteó un poco con ella y se la volvió a meter en
el bolsillo con mano temblorosa.
-Ya basta -dijo mademoiselle con una sonrisa lenta-.
Ahora tengo que marcharme a la sesión de masaje. Buenas noches.
La tarde siguiente, a
las siete en punto, el vendedor de caramelos apareció y apoyó su carrito bajo
la ventana. Pero ¿era realmente el vendedor de caramelos? Su corbata era de un
rojo rabioso y la llevaba adornada por un reluciente alfiler de corbata en
forma de herradura casi de tamaño natural. Los zapatos estaban recién lustrados;
el moreno de sus mejillas había palidecido y se había lavado las manos. La
ventana estaba vacía y esperó allí con la nariz vuelta hacia arriba, como un
perro esperando un hueso.
Finalmente apareció mademoiselle, con Sidonie sujetando su
mata de pelo. Miró al vendedor de caramelos y sonrió, una lenta sonrisa que se
desvaneció hasta convertirse en aburrimiento. Supo al instante que la presa
estaba ya en el bote, e inmediatamente se sintió hastiada de aquella cacería.
Empezó a hablar con Sidonie.
-Ha hecho un día
magnífico -dijo el vendedor de caramelos con voz profunda-. Es la primera vez
en un mes que me he sentido de primera. Me he recorrido Madison de arriba para
abajo voceando la mercancía como antaño. ¿Cree que lloverá mañana?
Mademoiselle rodeó con ambos brazos el cojín que tenía en el alféizar de la ventana
y apoyó sobre ellos su barbilla con hoyuelo.
-Vendedor de caramelos
-dijo suavemente-, ¿no me amas?
El hombre se puso de
pie y se apoyó contra el muro de ladrillo.
-Señora -dijo
jadeando-, tengo ochocientos dólares ahorrados. ¿Dije que no eras hermosa?
Tómalo, tómalo todo entero y compra con ello una correa para tu perro.
Un sonido como el de
cien campanas de plata se oyó en la habitación de mademoiselle. La risa invadió el callejón y resonó en el patio de
atrás, y aquel eco resultó allí tan ajeno como la mismísima luz del sol. Mademoiselle estaba divertida. Sidonie,
su sabio eco, añadió una voz de contralto tan fiel como sepulcral. La risa de
ambas pareció al fin penetrar al vendedor de caramelos. Empezó a juguetear con
el alfiler de corbata. Al fin, mademoiselle,
exhausta, volvió su bello rostro arrebolado hacia la ventana.
-Vendedor de caramelos
-dijo-, márchate. Cuando me río, Sidonie me tira del pelo. Y no puedo hacer
otra cosa si sigues ahí.
-Aquí hay una nota
para mademoiselle -dijo Felice,
acercándose en aquel momento a la ventana.
-No es justo -dijo el
vendedor de caramelos, levantando las barras de su carrito y alejándose con él.
Se había desplazado
unos cuantos metros, cuando se detuvo. Una serie de gritos agudos salieron de
la ventana de mademoiselle. Regresó a
toda prisa. Oyó el ruido de un cuerpo que caía al suelo y el sonido de unos
tacones que parecían patalear sobre él.
-¿Qué pasa? -gritó.
El rostro severo de
Sidonie se asomó a la ventana.
-Mademoiselle ha
recibido malas noticias -dijo-. Aquel a quien ella amaba con toda el alma se ha
marchado. Habrá usted oído hablar de él, se trata de monsieur Ives. Zarpa mañana en un barco hacia el otro lado del
océano. ¡Ay, cómo son ustedes los hombres!
Notas:
[2] A fines del siglo
XIX y principios del XX se vivió el auge de los viajes trasatlánticos de lujo,
donde viajaban las familias de alta sociedad.; tal fue el caso del Titanic.
[3] A principios del
siglo XX en Norteamérica el boxeo había adquirido proporción de espectáculo de
masas, convirtiendo a los campeones en ídolos populares.
[4] La compra de
automóviles a principio del siglo XX era un signo distintivo del mayor lujo,
exclusivo de la alta sociedad.
[5] Indica un
protagonismo de una estrella de espectáculos audaz y noctámbula, un objeto
femenino del deseo, en boga por esos años.
[6] Referencia a la del
mito de Pigmalión quien produjo una estatua femenina perfecta y se convirtió en
su amada Galatea; el milagro es la conversión del mármol en mujer, según el
relato de las Metamorfosis de Ovidio.
Hay otro personaje griego, con una ninfa de trágico destino, la de La fábula de Polifemo y Galatea que
cantó Calderón de la Barca.
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