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sábado, 30 de noviembre de 2019

URGENCIAS DE UN DIOS POR ENRIQUETA OCHOA






Nacida en Torreón, Coahuila, el 2 de mayo de 1928; fallecida en Ciudad de México, el 1 de diciembre de 2008 fue una destacada poeta contemporánea mexicana.Innovó la poesía con su mixtura única entre pasión y cielo, entre deseo e inocencia, entre mísitica y cotidiana, entre desgarradora y reconfortante. 
Sus obras publicadas son:    Las urgencias de un Dios (1947),     Los himnos del ciego (1969),     Cartas para el hermano (1973),     Testimonio (1978),    El retorno de Electra (1978),     Canción de Moisés (1984),     Bajo el oro de los pequeños trigos (1984),     Antología (1994),     Asaltos a la memoria (2004),     Enriqueta Ochoa para niños, Que me bautice el viento (2004) y  Poesía reunida (2008).





LAS URGENCIAS DE UN DIOS 

Por Enriqueta Ochoa

¡Cuánto girón de cielo prometido
que no puedo creer,
que no logra sitiarme
ni adormecer mi sien
ni incitarme el afán!

No rebusquen más mitos en mis labios.
Soy la furia salvaje de una criatura
abandonada en el monte
sin conocer más padre que el sol que ha requemado mi epidermis
ni más madre que ese lamento gris de tierra
que indefinidamente me derrumba y me levanta.

Una urgencia por Dios toma el vocablo.
¡Lo que nos pasa a veces!
Si cuando niña se me hubiera dicho:
'Ante Dios
afloja la rodilla y baja el rostro',
yo hubiera obedecido.
Pero nadie sopló luces de mitos en mi frente
ni se movió en los nervios de mis actos
(aprendí de mi abuelo a levantar, por mi mano, todas las cosas)
y fui sólo el bárbaro explorador sin ropas
que arañando la piedra se trepaba al risco
para avistar las rutas que indicaba
su brújula de astros y de olores.
Y ahora, cuando alguien me pregunta:
'¿Cuál es tu Dios, tu identidad, y la región que habitas?', digo:
—Mi tierra es la región del embarazo
y yo soy la semilla donde Dios
es el embrión en vísperas.

¡Cuánto pasado para llegar aquí!
Para poder estar de pie junto a las cosas
y decir:
—Mi corazón se espiga frente al mundo
como una inmensa lágrima caliente.
Pasan las madres con sus hijos.
Las parcelas revientan de brotes
y el espacio nutre un retoño
de vibrátiles e inmensas dimensiones.
Ante esto
yo mido la magnitud de mis caderas,
palpo mis carnes, aguzo el oído finamente
y confirmo el hecho:
como ellas yo llevo un fruto en mí.
Pero alguien, no sé quién, salta y me dice:
'Ficticio anunciamiento
en la sorda pulsación de un cuerpo estéril'.
Qué saben ellos
de ese recóndito embrión
urgiendo mi presencia bajo un cielo de ruinas.
Qué saben de ese embarazo antiguo gestando desde siglos
un hijo despatriado que no logra nacer
ni abortar de mi vientre
cuando resbalo y caigo.
Un hijo falsamente robado y bautizado
en el narcotizante vino de un río mitológico
que no acierta a moverse
con la pesada carga que le asignan.
¡Ay del fruto en la entraña
escandalosamente percibido,
voluminosamente titulado,
quebrantando mis huesos al golpe de su peso!
Y antes no eran sus rasgos pronunciados
ni complicado el peso.
Yo recuerdo la niña agilidad
que jugaba con la víscera azul
antes del rapto,
casi en la misma conjunción del lecho:
aquella anunciación difusa y primeriza
de hace siglos,
donde su presencia apenas si brillaba
con párvula intuición de imprecisión y azoro.
Sensible al ruido y diminuto,
sus fugas nos vedaban los contornos
y aún el más sigiloso y descalzo de los pasos
le aguijaba de miedos
precipitándole en una tímida huida de corza repentina.
Pero eso fue ayer. Ayer,
en el tiempo de las primeras brasas.
Hoy todo es distinto.
Sé mi condición de madre
y de Dios su condición de hijo,
de sucesión, rumbo al futuro,
y un desgajado sol de otoños dulces
dilata mi corazón y lo revienta en grito:
¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
Con un temblor de voz que supera todas las ternuras.

De blasfemia han tachado mis urgencias.
Dicen que Dios no reirá jamás entre mis labios
ni llorará en la cuenca de mis ojos tristes.
Seré siempre la anónima, la gris, la desterrada
para quien sólo existe por patria
un índice de estragos y de hogueras-
Pero...
Que no me digan nada.
El corazón se exprime en sus lagares
y canta en el ardor de sus heridas,
El mío canta aquí, a la intemperie,
sin fronteras ni códigos caducos,
sin esos cuentos viejos que nos dicen:
'Corrían arcos de luz de arriba abajo
y tatuaban las frentes de distancias'.
Como si el ala oculta no tocara
más arriba del ojo de los vientos.
Yo no puedo alisar fábulas ciegas.
Alguien rompió sus labios pecho adentro
y me enseñó a forjarme desde siempre
una forma de amor recíproca y sencilla.
De aquí que guste la identidad sin límites ni ambages
y use el coloquio fácil y entrañable
con que en el vientre se hablan madre e hijo.
No reparo en lo dicho. Dios es mi inseparable,
mi más íntimo compañero
de juegos y de lágrimas:
el más constante y tierno,
más rebelde y sumiso.
Lo que son las cosas...
Yo sé lo que le espera al canto en que me espigo:
una turba de puños indignados demolerán su forma,
me trizarán a golpes.
Mas yo sabré ubicarme
de nuevo en mi insistencia
sacudida de grillos la cabeza
y destrenzado el pelo hasta las corvas,
porque odio los límites supuestos.
No me conformo con que digan:
'su forma es ésta; vedada otra estructura'.
¡Qué débil consistencia de doctrina!
Recordad que Dios es el espejo
más contradictorio y bifurcado,
acomodado a todas las pupilas.
Yo lo esculpo a mi modo y le doy forma.
¿Cómo pecar con esto?
¿Peca la hembra que proclama al vástago?
¿Peca al decir: se hospeda desde siempre
en la borrasca delirante de mi sangre?
Imposible.
El concebir y el cantar no hay que velarlos.
Hay que danzar con ellos a la luz del día
y a la obsidiana luz de la alta noche.
Yo no puedo evitar mi índole espontánea;
soy una cascada de torsos al desnudo.
Como el niño se da, me doy al viento
desatando mi grito.
Los buenos
me dirán que calle y ceda.
Mas yo que en torno de mi cintura
be puesto un cascabel de mineral rojizo
que a cada paso grita a Dios: ¡Mi hijo!
y establezco mis propios cánones y salmos,
no me dejo llevar
ni me dejo negar
ni escondo la vereda
ni me humillo el rostro
cuando otros le nominan 'Padre', '′Artífice',
ni les digo el origen de mi grito
porque no creerán en la sobrevivencia.
Perece el padre, sobrevive el hijo,
El último es eterno:
llora en el niño antes de hacerlo hombre,
y después y después,
y siempre el hijo despejando el futuro.
dominando horizontes
imperecedero, triunfal,
en la Unidad, en lo Eterno.
¿Por qué ignorar que el mundo
es un cotiledón de fuego
en que Dios va formando su presencia?
Son cosas que no pueden cubrirse.
Miradme aquí cómo al tratar su nombre
danzo en una resurrección
de brasas removidas
y siento sus latidos sonándome en el pecho.
¿Cómo negar al hijo que florece?
No he aprendido a ocultarle
ni a decir que me pesa, aunque me acusen
de agotarme su largo nacimiento.
¿Por qué habría de ser?
Él no me obliga a prescindir de nada.
Su floración es natural y simple
y si bien estos ojos vidriosos se me pierden
tras un vago rumor inaprehensible
y a menudo descanso en el camino
y acaricio su forma por mi vientre.
también puedo agitarme
y retozar a pie descalzo el monte vivo
y hago correr sus pies entre mis piernas
y hundo mis manos en la tierra firme
y bebo el agua corriente de los ríos
y desnudarme al sol.
Y es mejor que mejor,
porque no me gustaría que el que pasara viera
mi cabeza quebrada sobre el pecho,
ni quiero para él un enfermizo rostro
de Dios encajonado
en estancias oscuras y severas.
Quiero que muerda el corazón del mundo,
que sepa del sol,
de los astros, del viento,
de lo grande y lo mínimo.
Quiero en Dios al lujo que creciendo
en plenitud reviente al cerco falso
y destruya las fronteras
y la celda ficticia y demudada
del concepto y la carne.
Lo quiero levantando su imperio al aire libre.
desnudo, limpio, imperturbable y sano,
respirando hondo y fuerte
del aliento rotundo de la tierra.

sábado, 9 de noviembre de 2019

"EL CEMENTERIO MARINO" DE PAUL VALÉRY



El autor Paul Valéry (Francia, n. 1871, m. 1945), es uno de los poetas reconocidos del siglo XX, asimismo recordado por su producción intelectual de ensayos y posicionamientos en las circunstancias de su país. Este poema se publicó en 1922.  


EL CEMENTERIO MARINO

Por Paul Valéry


Alma mía, no aspires a la vida inmortal,
pero agota el campo de lo posible.
PÍNDARO, Píticas III, ep. 3

ESTE TECHO tranquilo—campo de palomas—
palpita entre los pinos y las tumbas.
El meridiano sol hace de fuego
el mar, el mar que siempre está empezando…
¡Es recompensa para el pensamiento
una larga mirada a la paz de los dioses!
¡Qué pura luz en su esplendor consume
tantos diamantes de impalpable espuma
y qué paz entonces se concibe!
Cuando sobre este abismo un sol reposa
—trabajo puro de una eterna causa—
refulge el tiempo y soñar es saber.
Firme tesoro y templo de Minerva,
mole grandiosa y visual reserva,
agua siempre encrespada, ojo que ocultas
con un velo de llama tanto sueño.
¡Oh, mi silencio! Edificio del alma
pero cubierto con mil tejas de oro.
¡Templo del tiempo que un suspiro asume!
Yo subo a su pureza y acostumbro
mi marina mirada al rodearme.
Como a los dioses en mejor ofrenda
dejo que el agua rutile sembrando
un desdén soberano en las alturas.

Como la fruta se deshace en goce
y su ausencia en delicia se convierte
mientras muere su forma en una boca,
mi futura humareda aquí respiro,
y el cielo canta al alma consumida
el cambio de la orilla y del rumor.
¡Mírame tan mudable, bello cielo!
Después de tal orgullo y tanto extraño
ocio, pero que guarda su poder,
al espacio brillante me abandono:
en casa de los muertos va mi sombra
que me unce a su leve movimiento.
A teas de solsticio el alma expuesta
yo te sostengo, admirable justicia
de la luz, la de armas sin piedad,
yo te vuelvo pura a tu solio primero.
Mírate. Pero… ¡Devolver las luces
supone una mitad de árida sombra!
Para mí solo, a mí solo, en mí mismo
cerca de un corazón—fuente del verso—
entre el suceso puro y el vacío
de mi grandeza interna espero el eco:
hosca cisterna amarga en que resuena
siempre en futuro, un hueco sobre el alma.
Sabes, falso cautivo del follaje,
golfo devorador de sus débiles rejas,
—secreto deslumbrante a mis sentidos—
el cuerpo que me arrastra a su fin perezoso,
¿qué frente, tierra ósea, aquí me atrae?
Una centella piensa en mis ausentes.

Me gusta este lugar—reino de antorchas—
de otros y piedras y árboles umbríos,
ofrecido a la luz, cazo terrestre,
fuego cerrado, sacro y sin materia,
trémulo mármol bajo tantas sombras
donde el mar fiel entre mis tumbas duerme.
Mastín magnífico, aparta al idólatra.
Si con sonrisa de pastor y solo
apaciento corderos misteriosos
—el rebaño tranquilo de mis tumbas—,
haz que se ausenten las cautas palomas,
los sueños vanos, los curiosos ángeles.
Aquí llegado, el porvenir es lento.
Nítido insecto araña sequedades.
Deshecho todo, el aire lo recibe
sin saber en qué esencia es contenido.
La vida es vasta en su ebriedad de ausencia
y la amargura es dulce, y claro el ánimo.
Los muertos están bien bajo la tierra,
que calienta y enjuta su misterio.
Y arriba, sin moverse, el sol exacto
en sí mismo se piensa y se conviene…
Testa cabal y perfecta corona,
en ti soy la mutación secreta.
Nada más yo contengo tus temores.
¡Mi contrición, mis dudas, mis aprietos,
son el defecto de tu gran diamante!
De mármoles pesados en su noche,
un pueblo vaga entre raíces de árboles
deseándote a ti que fulges siempre.

Allí fundidos a una ausencia espesa,
la roja arcilla se bebió la esencia
y ha pasado a la vida de las flores.
¡Dónde estarán las frases familiares,
el arte personal, las almas únicas?
Donde se forma el llanto larvas hilan.
Los gritos de muchachas cosquillosas,
los dientes y los párpados mojados,
el seno encantador que juega al fuego,
sangre que brilla en los labios rendidos,
los últimos dones, manos que los vedan,
¡bajo tierra va todo y entra en juego!
¡Y aún esperas un sueño, alma, tan grande,
que no tenga el color de la mentira
como mis ojos son la onda y el oro?
¿Cantarás cuando seas vaporosa?
¡Todo huye! Porosa es mi presencia
y la santa impaciencia también muere.
Flaca inmortalidad dorada y negra,
consoladora de triste laurel
que en seno maternal cambias la muerte:
¡bella mentira y astucia piadosa!
¡Quién, sabiéndolo, no huye de ese cráneo
vacío, de esa risa sempiterna!
Hondos padres, deshabitadas testas,
que sois la tierra y confundís los pasos
bajo el peso de tantas paletadas,
el roedor, el gusano que aterra
no es para vosotros los durmientes,
¡porque vive de vida y no me deja!

¿Será el amor o el odio de mí mismo?
Siento tan cerca su secreto diente
que puede convenirle todo nombre.
¡Qué importa! Mira, quiere, sueña, toca,
gusta mi carne y—si dormido—aún
a su vida mi vida pertenece!
¡Zenón, cruel Zenón, Zenón de Elea!
¡Me has traspasado con la flecha alada
que vibra y vuela, pero nunca vuela!
El son me engendra y la flecha me mata.
¡Oh, sol! ¡Qué sombra de tortuga para
el Aquiles del alma, raudo y quieto!
¡No, no! ¡De pie! ¡La era sucesiva!
¡Rompa el cuerpo esa forma pensativa!
¡Beba mi seno este nacer del viento!
En la frescura que la noche exhala
mi alma retorna… ¡Salina potencia!
¡Corramos a la onda y revivamos!
Sí, mar, gran mar de delirios dotado,
piel de pantera y clámide horadada
por millares de imágenes del sol,
ebria en tu carne azul, hidra absoluta
que te muerdes la cola refulgente
en un tumulto análogo al silencio.
El viento llega…¡Vamos a la vida!
¡Abre y cierra mi libro al aire inmenso,
la ola en polvo salta entre rocas!
¡Volad, páginas mías deslumbradas!
¡Olas, romped con las aguas del júbilo
el techo en paz picado por los foques!

Traducción de Alfonso Gutiérrez Hermosillo


La versión de El cementerio marino proviene de la Revista Et Caetera,
números 17 y 18, tomo V, oct. 1955, Guadalajara, Jal.