El autor Paul Valéry (Francia, n. 1871, m. 1945), es uno de los poetas reconocidos del siglo XX, asimismo recordado por su producción intelectual de ensayos y posicionamientos en las circunstancias de su país. Este poema se publicó en 1922.
EL CEMENTERIO MARINO
Por Paul Valéry
Alma mía, no
aspires a la vida inmortal,
pero agota
el campo de lo posible.
PÍNDARO, Píticas III, ep. 3
ESTE TECHO tranquilo—campo de
palomas—
palpita
entre los pinos y las tumbas.
El
meridiano sol hace de fuego
el
mar, el mar que siempre está empezando…
¡Es
recompensa para el pensamiento
una
larga mirada a la paz de los dioses!
¡Qué
pura luz en su esplendor consume
tantos
diamantes de impalpable espuma
y
qué paz entonces se concibe!
Cuando
sobre este abismo un sol reposa
—trabajo
puro de una eterna causa—
refulge
el tiempo y soñar es saber.
Firme
tesoro y templo de Minerva,
mole
grandiosa y visual reserva,
agua
siempre encrespada, ojo que ocultas
con
un velo de llama tanto sueño.
¡Oh,
mi silencio! Edificio del alma
pero
cubierto con mil tejas de oro.
¡Templo
del tiempo que un suspiro asume!
Yo
subo a su pureza y acostumbro
mi
marina mirada al rodearme.
Como
a los dioses en mejor ofrenda
dejo
que el agua rutile sembrando
un
desdén soberano en las alturas.
Como
la fruta se deshace en goce
y
su ausencia en delicia se convierte
mientras
muere su forma en una boca,
mi
futura humareda aquí respiro,
y
el cielo canta al alma consumida
el
cambio de la orilla y del rumor.
¡Mírame
tan mudable, bello cielo!
Después
de tal orgullo y tanto extraño
ocio,
pero que guarda su poder,
al
espacio brillante me abandono:
en
casa de los muertos va mi sombra
que
me unce a su leve movimiento.
A
teas de solsticio el alma expuesta
yo
te sostengo, admirable justicia
de
la luz, la de armas sin piedad,
yo
te vuelvo pura a tu solio primero.
Mírate.
Pero… ¡Devolver las luces
supone
una mitad de árida sombra!
Para
mí solo, a mí solo, en mí mismo
cerca
de un corazón—fuente del verso—
entre
el suceso puro y el vacío
de
mi grandeza interna espero el eco:
hosca
cisterna amarga en que resuena
siempre
en futuro, un hueco sobre el alma.
Sabes,
falso cautivo del follaje,
golfo
devorador de sus débiles rejas,
—secreto
deslumbrante a mis sentidos—
el
cuerpo que me arrastra a su fin perezoso,
¿qué
frente, tierra ósea, aquí me atrae?
Una
centella piensa en mis ausentes.
Me
gusta este lugar—reino de antorchas—
de
otros y piedras y árboles umbríos,
ofrecido
a la luz, cazo terrestre,
fuego
cerrado, sacro y sin materia,
trémulo
mármol bajo tantas sombras
donde
el mar fiel entre mis tumbas duerme.
Mastín
magnífico, aparta al idólatra.
Si
con sonrisa de pastor y solo
apaciento
corderos misteriosos
—el
rebaño tranquilo de mis tumbas—,
haz
que se ausenten las cautas palomas,
los
sueños vanos, los curiosos ángeles.
Aquí
llegado, el porvenir es lento.
Nítido
insecto araña sequedades.
Deshecho
todo, el aire lo recibe
sin
saber en qué esencia es contenido.
La
vida es vasta en su ebriedad de ausencia
y
la amargura es dulce, y claro el ánimo.
Los
muertos están bien bajo la tierra,
que
calienta y enjuta su misterio.
Y
arriba, sin moverse, el sol exacto
en
sí mismo se piensa y se conviene…
Testa
cabal y perfecta corona,
en
ti soy la mutación secreta.
Nada
más yo contengo tus temores.
¡Mi
contrición, mis dudas, mis aprietos,
son
el defecto de tu gran diamante!
De
mármoles pesados en su noche,
un
pueblo vaga entre raíces de árboles
deseándote
a ti que fulges siempre.
Allí
fundidos a una ausencia espesa,
la
roja arcilla se bebió la esencia
y
ha pasado a la vida de las flores.
¡Dónde
estarán las frases familiares,
el
arte personal, las almas únicas?
Donde
se forma el llanto larvas hilan.
Los
gritos de muchachas cosquillosas,
los
dientes y los párpados mojados,
el
seno encantador que juega al fuego,
sangre
que brilla en los labios rendidos,
los
últimos dones, manos que los vedan,
¡bajo
tierra va todo y entra en juego!
¡Y
aún esperas un sueño, alma, tan grande,
que
no tenga el color de la mentira
como
mis ojos son la onda y el oro?
¿Cantarás
cuando seas vaporosa?
¡Todo
huye! Porosa es mi presencia
y
la santa impaciencia también muere.
Flaca
inmortalidad dorada y negra,
consoladora
de triste laurel
que
en seno maternal cambias la muerte:
¡bella
mentira y astucia piadosa!
¡Quién,
sabiéndolo, no huye de ese cráneo
vacío,
de esa risa sempiterna!
Hondos
padres, deshabitadas testas,
que
sois la tierra y confundís los pasos
bajo
el peso de tantas paletadas,
el
roedor, el gusano que aterra
no
es para vosotros los durmientes,
¡porque
vive de vida y no me deja!
¿Será
el amor o el odio de mí mismo?
Siento
tan cerca su secreto diente
que
puede convenirle todo nombre.
¡Qué
importa! Mira, quiere, sueña, toca,
gusta
mi carne y—si dormido—aún
a
su vida mi vida pertenece!
¡Zenón,
cruel Zenón, Zenón de Elea!
¡Me
has traspasado con la flecha alada
que
vibra y vuela, pero nunca vuela!
El
son me engendra y la flecha me mata.
¡Oh,
sol! ¡Qué sombra de tortuga para
el
Aquiles del alma, raudo y quieto!
¡No,
no! ¡De pie! ¡La era sucesiva!
¡Rompa
el cuerpo esa forma pensativa!
¡Beba
mi seno este nacer del viento!
En
la frescura que la noche exhala
mi
alma retorna… ¡Salina potencia!
¡Corramos
a la onda y revivamos!
Sí,
mar, gran mar de delirios dotado,
piel
de pantera y clámide horadada
por
millares de imágenes del sol,
ebria
en tu carne azul, hidra absoluta
que
te muerdes la cola refulgente
en
un tumulto análogo al silencio.
El
viento llega…¡Vamos a la vida!
¡Abre
y cierra mi libro al aire inmenso,
la
ola en polvo salta entre rocas!
¡Volad,
páginas mías deslumbradas!
¡Olas,
romped con las aguas del júbilo
el
techo en paz picado por los foques!
Traducción
de Alfonso Gutiérrez Hermosillo
La versión de El cementerio marino proviene de la Revista Et Caetera,
números 17 y 18, tomo V, oct. 1955, Guadalajara, Jal.
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