De Oscar Wilde (n.
16 de octubre de 1854 – m., 30 de noviembre de 1900)
Una mañana la vieja rata de agua asomó la
cabeza por su agujero. Tenía unos ojos redondos muy vivarachos y unos largos
bigotes grises. Su cola parecía un elástico negro. Unos patitos nadaban en el
estanque, parecidos a una bandada de canarios amarillos, y su madre, toda
blanca con patas rojas, se esforzaba en enseñarles a hundir la cabeza en el
agua.
—Nunca podrán estrenarse en sociedad si
no aprenden a sumergir la cabeza —les decía. Y les enseñaba de nuevo cómo
tenían que hacerlo. Pero los patitos no prestaban ninguna atención a sus
lecciones. Eran tan jóvenes que no sabían las ventajas que reporta la vida de
sociedad.
—¡Qué criaturas más desobedientes! —exclamó
la rata de agua—. ¡Merecerían ahogarse!
—¡No lo quiera Dios! —replicó la pata—.
Todo tiene sus comienzos y nunca es demasiada la paciencia de los padres.
—¡Ah! No tengo la menor idea de los
sentimientos paternos —dijo la rata de agua—. No soy padre de familia. Jamás me
he casado, ni he pensado en hacerlo. Indudablemente, el amor es una buena cosa
a su manera; pero la amistad vale más. Le aseguro que no conozco en el mundo
nada más noble o más raro que una fiel amistad.
—Y dígame, se lo ruego, ¿qué idea se
forma usted de los deberes de un amigo fiel? —preguntó un pardillo verde que
había escuchado la conversación, posado sobre un sauce retorcido.
—Sí, eso es precisamente lo que quisiera
yo saber —dijo la pata, y nadando hacia el extremo del estanque hundió la
cabeza en el agua para dar ejemplo a sus hijos.
—¡Qué pregunta más tonta! —gritó la rata
de agua—. ¡Como es natural, entiendo por amigo fiel al que me demuestra
fidelidad!
—¿Y qué hará usted en cambio? —dijo el
avecilla columpiándose sobre una ramita plateada y moviendo sus alitas.
—No le comprendo a usted —respondió la
rata de agua.
—Permítame que le cuente una historia
sobre el asunto —dijo el pardillo.
—¿Se refiere a mí esa historia? —preguntó
la rata de agua—. Si es así, la escucharé gustosa, porque a mí me vuelven loca
los cuentos.
—Puede aplicarse a usted —respondió el
pardillo. Y abriendo las alas, se posó en la orilla del estanque y contó la
historia del amigo fiel.
—Había una vez —empezó el pardillo— un
honrado mozo llamado Hans.
—¿Era un hombre verdaderamente
distinguido? —preguntó la rata de agua.
—No —respondió el pardillo—. No creo que
fuese nada distinguido, excepto por su buen corazón y por su redonda cara
morena y afable.
“Vivía en una humilde casita de campo y
todos los días trabajaba en su jardín. En toda la comarca no había jardín tan
hermoso como el suyo. En él crecían claveles, nomeolvides, saxifragas, así como
rosas de Damasco y rosas amarillas, granates, lilas y oro, alelíes rojos y
blancos.
“Y según se sucedían los meses, a su
tiempo, florecían agavanzos y cardaminas, mejoranas y albahacas silvestres,
velloritas y lirios de Alemania, asfódelos y claveros. Una flor sustituía a
otra. Por lo cual había siempre cosas bonitas a la vista y olores agradables
que respirar.
“El pequeño Hans tenía muchos amigos,
pero el más íntimo era el gran Hugo, el molinero. Realmente, el rico molinero
era tan allegado al pequeño Hans, que no visitaba nunca su jardín sin
inclinarse sobre los macizos y coger un gran ramo de flores o un buen puñado de
lechugas suculentas o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y de cerezas,
según la estación.
“—Los amigos verdaderos lo comparten todo
entre sí —acostumbraba decir el molinero.
“Y el pequeño Hans asentía con la cabeza,
sonriente, sintiéndose orgulloso de tener un amigo que pensaba con tanta
nobleza.
“Algunas veces, sin embargo, el
vecindario encontraba raro que el rico molinero no diese nunca nada a cambio al
pequeño Hans, aunque tuviera cien sacos de harina almacenados en su molino,
seis vacas lecheras y un gran número de ganado lanar; pero Hans no se preocupó
nunca de semejante cosa.
“Nada le encantaba tanto como oír las
bellas cosas que el molinero acostumbraba decir sobre la solidaridad de los
verdaderos amigos.
“Así, pues, el pequeño Hans cultivaba su
jardín. En primavera, en verano y en otoño se sentía muy feliz; pero cuando
llegaba el invierno y no tenía ni frutos ni flores que llevar al mercado,
padecía mucho frío y mucha hambre, acostándose con frecuencia sin haber comido
más que unas peras secas y algunas nueces rancias.
“Además,
en invierno se encontraba muy solo, porque el molinero no iba nunca a verle
durante aquella estación.
“—No está bien que vaya a ver al pequeño
Hans mientras duren las nieves —decía muchas veces el molinero a su mujer—.
Cuando las personas pasan apuros hay que dejarlas solas y no molestarlas con
visitas. Ésa es por lo menos mi opinión sobre la amistad, y estoy seguro de que
es acertada. Por eso esperaré la primavera y entonces iré a verle; podrá darme
un gran cesto de velloritas y eso le alegrará.
“—Eres realmente amable con los demás —le
respondía su mujer, sentada en un cómodo sillón junto a un buen fuego de leña—.
Resulta encantador oírte hablar de la amistad. Estoy segura de que el cura no
diría sobre ella cosas tan bellas como tú, aunque vive en una casa de tres
pisos y lleva un anillo de oro en el meñique.
“—¿Y no podríamos invitar al pequeño Hans
a venir aquí? —preguntaba el hijo del molinero—. Si el pobre Hans pasa apuros,
le daré la mitad de mi sopa y le enseñaré mis conejos blancos.
“—¡Qué bobo eres! —exclamó el molinero—.
Verdaderamente no sé para qué sirve mandarte a la escuela. Parece que no
aprendes nada. Si el pequeño Hans viniese aquí, ¡caramba!, y viera nuestro buen
fuego, nuestra excelente cena y nuestro gran barril de vino tinto podría sentir
envidia. Y la envidia es una cosa terrible que estropea los mejores caracteres.
Realmente, no podría yo sufrir que el carácter de Hans se estropeara. Soy su mejor
amigo, velaré siempre por él y tendré buen cuidado de no exponerle a ninguna
tentación. Además, si Hans viniese aquí, podría pedirme que le diese un poco de
harina fiada, lo cual no puedo hacer. La harina es una cosa y la amistad es
otra, y no deben confundirse. Esas dos palabras se escriben de un modo
diferente y significan cosas muy distintas, como todo el mundo sabe.
“—¡Qué bien hablas! —dijo la mujer del
molinero sirviéndose un gran vaso de cerveza caliente—. Me siento
verdaderamente como adormecida, lo mismo que en la iglesia.
“—Muchos obran bien —replicó el molinero—,
pero pocos saben hablar bien, lo que prueba que hablar es, con mucho, la cosa
más difícil, así como la más hermosa de las dos.
“Y miró severamente por encima de la mesa
a su hijo que, avergonzado, bajó la cabeza, se puso colorado como un tomate y
empezó a llorar encima de su té.
” —¿Ése es el final de la historia? —preguntó
la rata de agua.
—Nada de eso —contestó el pardillo—. Ése
es el comienzo.
—Entonces quiere decir que está usted muy
atrasado con relación a su tiempo —repuso la rata de agua—. Hoy día todo buen
cuentista empieza por el final, prosigue por el comienzo y termina por la
mitad. Es el nuevo método. Así se lo he oído decir a un crítico que se paseaba
alrededor del estanque con un joven. Trataba el asunto magistralmente y estoy
segura de que tenía razón, porque llevaba unas gafas azules y era calvo, y
cuando el joven le hacía alguna observación, contestaba siempre: “¡Pse!” Pero
continúe usted su historia, por favor. Me agrada mucho el molinero. Yo también
encierro toda clase de bellos sentimientos: por eso hay una gran simpatía entre
él y yo.
—¡Bien! —dijo el pardillo, brincando
sobre sus dos patitas—. No bien pasó el invierno, en cuanto las velloritas
empezaron a abrir sus estrellas amarillo pálidas, el molinero dijo a su mujer
que iba a salir y visitar al pequeño Hans.
“—¡Ah, qué buen corazón tienes! —le gritó
su mujer—. Siempre pensando en los demás. No te olvides de llevar el cesto
grande para traer las flores.
“Entonces el molinero ató unas con otras
las aspas del molino con una fuerte cadena de hierro y bajó la colina con la
cesta al brazo.
“—Buenos días, pequeño Hans —dijo el
molinero.
“—Buenos días —contestó Hans, apoyándose
en su azadón y sonriendo con toda su boca.
“—¿Y cómo has pasado el invierno? —preguntó
el molinero.
“—¡Bien, bien! —repuso Hans—. Muchas
gracias por tu interés. He pasado mis malos ratos, pero ahora ha vuelto la primavera
y me siento casi feliz… Además, mis flores van muy bien.
“—Hemos hablado de ti con mucha
frecuencia este invierno, Hans —prosiguió el molinero—, preguntándonos qué
sería de ti.
“—¡Qué amable eres! —dijo Hans—. Temí que
me hubieras olvidado.
“—Hans, me sorprende oírte hablar de ese
modo —dijo el molinero—. La amistad no olvida nunca. Eso es lo que tiene de
admirable, aunque me temo que no comprendas la poesía de la amistad… Y entre
paréntesis, ¡qué bellas están tus velloritas!
“—Sí, verdaderamente están muy bellas —dijo
Hans—, y es para mí una gran suerte tener tantas. Voy a llevarlas al mercado,
donde las venderé a la hija del burgomaestre, y con ese dinero compraré otra
vez mi carretilla.
“—¿Que comprarás otra vez tu carretilla?
¿Quieres decir entonces que la has vendido? Has cometido una tontería.
“—Con toda seguridad, pero el hecho es —replicó
Hans— que me vi obligado a ello. Como sabes, el invierno es una estación mala
para mí y no tenía ningún dinero para comprar pan. Así es que vendí primero los
botones de plata de mi traje de los domingos; luego vendí mi cadena de plata y
después mi flauta. Por último vendí mi carretilla. Pero ahora voy a rescatarlo
todo.
“—Hans
—dijo el molinero—, te daré mi carretilla. No se halla en buen estado. Uno de
los lados se ha roto y están algo torcidos los radios de la rueda, pero a pesar
de esto te la daré. Sé que es muy generoso por mi parte y a mucha gente le
parecerá una locura que me desprenda de ella, pero yo no soy como el resto del
mundo. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad, y, además, me he
comprado una carretilla nueva. Sí, puedes estar tranquilo… Te daré mi
carretilla.
“—Gracias, eres muy generoso —dijo el
pequeño Hans. Y su amable cara redonda resplandeció de placer—. Puedo
arreglarla fácilmente porque tengo una tabla en mi casa.
“—¡Una tabla! —exclamó el molinero—. ¡Muy
bien! Eso es precisamente lo que necesito para la techumbre de mi granero. Hay
una gran brecha y sé me mojará todo el trigo si no la tapo. ¡Qué oportuno has
estado! Realmente es de notar que una buena acción engendra otra siempre. Te he
dado mi carretilla y ahora tú vas a darme tu tabla. Claro es que la carretilla
vale mucho más que la tabla, pero la amistad sincera no repara nunca en esas
cosas. Dame en seguida la tabla y hoy mismo me pondré a la obra para arreglar
mi granero.
“—¡Encantado! —replicó el pequeño Hans.
“Fue corriendo a su vivienda y sacó la
tabla.
“—No es una tabla muy grande —dijo el
molinero, examinándola—, y me temo que una vez hecho el arreglo de la techumbre
del granero no quedará madera suficiente para el arreglo de la carretilla,
pero, claro, no tengo la culpa de eso… Y ahora, en vista de que te he dado mi
carretilla, estoy seguro de que accederás a darme en cambio unas flores… Aquí
tienes el cesto; procura llenarlo casi por completo.
“—¿Casi por completo? —dijo el pequeño
Hans, bastante afligido, porque el cesto era de grandes dimensiones y
comprendía que si lo llenaba no tendría ya flores para llevar al mercado y
estaba deseando rescatar sus botones de plata.
“—¡Válgame Dios! —respondió el molinero—,
ya que te doy mi carretilla no creí que fuese mucho pedirte unas cuantas
flores. Podré estar equivocado, pero yo me figuré que la amistad, la verdadera
amistad, no puede compartirse con el egoísmo.
“—Mi querido amigo, mi mejor amigo —protestó
el pequeño Hans—, todas las flores de mi jardín están a tu disposición, porque
me importa mucho más tu estimación que mis botones de plata.
“Y corrió a coger las preciosas
velloritas y a llenar el cesto del molinero.
“—¡Adiós, pequeño Hans! —dijo el molinero
subiendo de nuevo la colina con su tabla al hombro y su gran cesto al brazo.
“—¡Adiós! —dijo el pequeño Hans.
“Y se puso a cavar alegremente: ¡estaba
tan contento de tener otra carretilla!
“A
la mañana siguiente, cuando estaba sujetando unas madreselvas sobre su puerta,
oyó la voz del molinero que le llamaba desde el camino. Entonces saltó de su
escalera y corriendo al final del jardín miró por encima del muro.
“Era el molinero con un gran saco de
harina a su espalda.
“—Pequeño Hans —dijo el molinero—,
¿querrías llevarme este saco de harina al mercado?
“—¡Oh, lo siento mucho! —dijo Hans—; pero
verdaderamente me encuentro hoy ocupadísimo. Tengo que sujetar todas mis
enredaderas, regar todas mis flores y segar todo mi césped.
“—¡Caramba! —replicó el molinero—;
esperaba que en consideración a que te he dado mi carretilla ibas a
complacerme.
“—¡Oh, sí quiero complacerte! —protestó
el pequeño Hans—. Por nada del mundo dejaría yo de obrar como amigo tratándose
de ti.
“Y fue a coger su gorra y partió con el
gran saco a la espalda.
“Era un día muy caluroso y la carretera
estaba terriblemente polvorienta. Antes de que Hans llegara al hito que marcaba
la sexta milla, se hallaba tan fatigado que tuvo que sentarse a descansar. Sin
embargo, no tardó mucho en continuar animosamente su camino y por fin llegó al
mercado.
“Después de esperar un rato, vendió el
saco de harina a buen precio y regresó a su casa de un tirón, porque temía
encontrarse a algún salteador en el camino si se retrasaba mucho.
“¡Qué día tan duro! —se dijo Hans al
meterse en su cama—. Pero me alegro mucho de haber hecho este favor al
molinero, porque es mi mejor amigo y, además, va a darme su carretilla.”
“A la mañana siguiente, muy temprano, el
molinero llegó por el dinero de su saco de harina, pero el pequeño Hans estaba
tan cansado, que aún no se había levantado.
“—¡Palabra! —exclamó el molinero—. Eres
muy perezoso. Cuando pienso que acabo de darte mi carretilla, creo que podrías
trabajar con más ardor. La pereza es un gran vicio y no quisiera yo que ninguno
de mis amigos fuera perezoso o apático. No creas que te hablo sin
consideración. Claro es que no te hablaría así si no fuese amigo tuyo. Pero,
¿de qué serviría la amistad si no pudiera uno decir claramente lo que piensa?
Todo el mundo puede decir cosas amables y esforzarse en complacer y halagar, pero
un amigo sincero dice cosas desagradables y no teme causar pesadumbre. Por el
contrario, si es un amigo verdadero, lo prefiere, porque sabe que así hace
bien.
“—Lo siento mucho —respondió el pequeño
Hans, restregándose los ojos y quitándose el gorro de dormir—. Pero estaba tan
rendido, que creía haberme acostado hace poco y escuchaba cantar a los pájaros.
¿No sabes que trabajo siempre mejor cuando he oído cantar a los pájaros?
“¡Bueno, tanto mejor! —respondió el
molinero dándole una palmada en el hombro—, porque necesito que arregles la
techumbre de mi granero.
“El pequeño Hans tenía gran necesidad de
ir a trabajar a su jardín, porque hacía dos días que no regaba sus flores, pero
no quiso decir que no al molinero, que era un buen amigo para él.
“—¿Crees que no sería amistoso decirte
que tengo que hacer? —preguntó con voz humilde y tímida.
“—No creí nunca, por cierto —contestó el
molinero—, que fuese mucho pedirte, teniendo en cuenta que acabo de regalarte
mi carretilla, pero claro es que lo haré yo mismo si te niegas.
“—¡Oh, de ningún modo! —exclamó el
pequeño Hans, saltando de su cama.
“Se vistió y fue al granero.
“Trabajó allí durante todo el día hasta
el anochecer, y al ponerse el sol vino el molinero a ver hasta dónde había
llegado.
“—¿Has tapado el boquete del techo,
pequeño Hans? —gritó el molinero con tono alegre.
“—Está casi terminado —respondió Hans,
bajando la escala.
“—¡Ah! —dijo el molinero—. No hay trabajo
más agradable como el que se hace por otro.
“—¡Es un encanto oírte hablar! —respondió
el pequeño Hans, que descansaba secándose la frente—. Es un encanto, pero temo
que nunca llegaré a tener ideas tan hermosas como las tuyas.
“—¡Oh, ya las tendrás! —dijo el molinero—,
pero habrás de tomarte más trabajo. Por ahora no posees más que la práctica de
la amistad. Algún día poseerás también la teoría.
“—¿Crees eso de verdad? —preguntó el
pequeño Hans.
“—Indudablemente —contestó el molinero—.
Y ahora que has arreglado el techo, mejor será que vuelvas a tu casa a
descansar, pues mañana necesito que lleves mis carneros a la montaña.
“El pobre Hans no se atrevió a protestar,
y al día siguiente, al amanecer, el molinero condujo sus carneros hasta cerca
de su casita y Hans se fue con ellos a la montaña. Entre ir y volver se le fue
el día, y cuando regresó estaba tan cansado, que se durmió en su silla y no se
despertó hasta entrada la mañana.
“¡Qué tiempo más delicioso tendrá mi
jardín —se dijo—, e iba a ponerse a trabajar, pero por un motivo u otro no tuvo
tiempo de echar un vistazo a sus flores; llegaba su amigo el molinero y le
mandaba muy lejos a cumplir recados o le pedía que fuese ayudarle en el molino.
Algunas veces el pequeño Hans se apuraba mucho al pensar que sus flores
creerían que las había olvidado, pero se consolaba pensando que el molinero era
su mejor amigo.
“Además —acostumbraba decirse—, va a
darme su carretilla, lo cual es un acto de puro desprendimiento.”
“Y el pequeño Hans trabajaba para el
molinero, y éste decía muchas cosas bellas sobre la amistad, cosas que Hans
copiaba en su libro verde y que releía por la noche, pues era culto.
“Ahora
bien; sucedió que una noche, estando el pequeño Hans sentado junto al fuego,
dieron un aldabonazo en la puerta.
“La noche era negrísima. El viento
soplaba y rugía en torno de la casa de un modo tan terrible, que Hans pensó al
principio si sería el huracán el que sacudía la puerta.
“Pero sonó un segundo golpe y después un
tercero, más violento que los otros.
“Será algún pobre viajero —se dijo el
pequeño Hans y corrió a la puerta.
“El molinero estaba en el umbral con una
linterna en una mano y un grueso garrote en la otra.
“—Querido Hans —gritó el molinero—, me
aflige un gran pesar. Mi hijo se ha caído de una escala, hiriéndose. Voy a
buscar al médico. Pero vive lejos de aquí y la noche es tan mala, que he
pensado que fueses tú en mi lugar. Ya sabes que te doy mi carretilla. Por eso
estaría muy bien que hicieses algo por mí en cambio.
“—Por supuesto —exclamó el pequeño Hans—,
me alegra mucho que se te haya ocurrido venir. Iré en seguida. Pero debías
dejarme tu linterna, porque la noche es tan oscura, que temo caer en alguna
zanja.
“—Lo siento muchísimo —respondió el
molinero—, pero es mi linterna nueva y sería una gran pérdida que le ocurriese
algo.
—¡Bueno!, ¡no hablemos más! Iré sin ella —dijo
el pequeño Hans.
“Se puso su gran capa de pieles, un gorro
colorado muy abrigador, se enrolló su bufanda alrededor del cuello y partió.
“¡Qué terrible tempestad se
desencadenaba!
“La noche era tan negra, que el pequeño
Hans apenas veía, y el viento, tan fuerte que le costaba gran trabajo andar.
“Sin embargo, él era muy animoso, y
después de caminar cerca de tres horas, llegó a casa del médico y llamó a la
puerta.
“—¿Quién es? —gritó el doctor, asomando
la cabeza a la ventana de su dormitorio.
“—¡El pequeño Hans, doctor!
“—¿Y qué deseas, pequeño Hans?
“—El hijo del molinero se ha caído de una
escala y se ha herido y es menester que vaya usted en seguida.
“—¡Muy bien! —replicó el doctor.
“Enjaezó en el acto su caballo, se calzó
sus grandes botas y, cogiendo su linterna, bajó la escalera. Se dirigió a casa
del molinero, llevando al pequeño Hans a pie detrás de él.
“Pero la tormenta arreció. Llovía a
torrentes y el pequeño Hans no podía ni ver por dónde iba, ni seguir al
caballo.
“Finalmente, perdió su camino, estuvo
vagando por el páramo, que era un paraje peligroso lleno de hoyos profundos,
cayó en uno de ellos y se ahogó.
“A la mañana siguiente, unos pastores
encontraron su cuerpo flotando en una gran charca y le llevaron a su choza.
“Todo el mundo asistió al entierro del
pequeño Hans, porque era muy querido. Y el molinero figuró a la cabeza del
duelo.
“—Yo era yo su mejor amigo —decía el
molinero—; justo es que ocupe el sitio de honor.
“Así es que fue a la cabeza del cortejo
con una larga capa negra; de cuando en cuando se enjugaba los ojos con un gran
pañuelo.
“—El pequeño Hans representa ciertamente
una gran pérdida para todos nosotros —dijo el hojalatero una vez terminados los
funerales y cuando la comitiva estuvo cómodamente instalada en la posada,
bebiendo vino dulce y comiendo buenos pasteles.
“—Es una gran pérdida, sobre todo para mí
—contestó el molinero—. En verdad, yo fui lo bastante bueno para comprometerme
a darle mi carretilla y ahora no sé qué hacer con ella. Me estorba en casa, y
está en tan mal estado que, si la vendiera, no sacaría nada. Les aseguro que de
aquí en adelante no daré nada a nadie. Se pagan siempre las consecuencias de
haber sido generoso.”
—Y es verdad —replicó la rata de agua
después de una larga pausa.
—¡Bueno! Pues eso es todo dijo el
pardillo.
—¿Y qué fue del molinero? —preguntó la
rata de agua.
—¡Oh! No lo sé realmente —contestó el
pardillo—, y me da lo mismo.
—Es evidente que su carácter no es nada
simpático —dijo la rata de agua.
—Temo que no haya comprendido usted la
moraleja de la historia —replicó el pardillo.
—¿La qué? —gritó la rata de agua.
—La moraleja.
—¿Quieres decir que la historia tiene una
moraleja?
—¡Pues, naturalmente! —afirmó el
pardillo.
—¡Caramba! —dijo la rata con tono
iracundo—. Podía usted habérmelo dicho antes de empezar. De ser así no le
hubiera escuchado, con toda seguridad. Le hubiese dicho indudablemente:
“¡Pse!”, como el crítico. Pero aún estoy a tiempo de hacerlo.
Gritó su “¡Pse!” a toda voz y, dando un
coletazo, se volvió a su agujero.
—¿Qué le parece a usted la rata de agua? —preguntó
la pata, que llegó chapoteando algunos minutos después—. Tiene muchas buenas
cualidades, pero yo, por mi parte, tengo sentimientos de madre y no puedo ver a
un solterón empedernido sin que se me salten las lágrimas.
—Temo haberle molestado —respondió el
pardillo—. El hecho es que le he contado una historia que tiene su moraleja.
—¡Ah, eso es siempre una cosa
peligrosísima! —dijo la pata.
—Y yo comparto absolutamente su opinión.